El hidalgo del parque eólico

Una caseta en forma de cilindro, aislada en medio de un parque eólico, conectada a un sistema de gestión inteligente de la vivienda bioclimática que pretendía ser, colindaba con diez molinos aerogeneradores en la cumbre de Monte Cerro.

Un depósito de agua potable de tamaño desmesurado reposaba sobre unos rieles de acero capaces de soportar los veinte mil litros de agua potabilizada que Facundo Robles preparaba en su calidad de guarda jurado de la instalación. La Compañía de Energías Diversas no quiso invertir más en vigilancia y mantenimiento, de modo que buscó en archivos de gente difícil y contrató a Robles. Los expedientes laborales conflictivos resultaban una bicoca para las empresas que pagaban sueldos no declarados por debajo del mínimo.

La misión de Facundo le llevaba a caballo entre el desmonte de terraplenes en plena ladera de la montaña, la potabilización del agua que descendía desde la cima arrastrando barro y minerales y el cuidado de su pequeño huerto de hortalizas.

Para el desmonte utilizaba una mini retroexcavadora de tercera mano con los rodamientos oxidados pero que cumplía su labor. Había que evitar desprendimientos indeseados de rocas que se tradujeran en avalanchas que pudieran impactar en los vástagos de los molinos.

Eliminar los residuos de las palas, la góndola, la torre y el generador, eran añadidos “de obligado cumplimiento” según el contrato basura elaborado por La Compañía de Energías Diversas.

Dentro del mismo acuerdo estaba incluido el control del funcionamiento del conjunto de los diez molinos que conformaban el Parque. Para ello Facundo contaba con una gran cantidad de pantallas interactivas táctiles configuradas para vigilar procesos y operar con datos reales o históricos. Todos los monitores quedaban a buen recaudo entre las paredes de la vivienda bioclimática. Al parecer, según la empresa contratante, el señor Robles contaba con un currículo que le capacitaba de sobra para ese cometido.

Robles había aceptado dócilmente todas las exigencias pues no le quedaba otra opción dada su condición de parado de larga duración. Además, cada vez que se enfrentaba a una entrevista de trabajo y a la vista del expediente del candidato, el encuestador levantaba la vista del papel, miraba un instante a Facundo a los ojos y después enarcaba una ceja en señal de duda sobre la idoneidad del candidato.

Siguiendo las instrucciones de un enorme manual del tamaño de un centenario libro de coro catedralicio, Robles fue poco a poco remontando el arduo camino de conocimiento que le esperaba agazapado entre párrafos interminables y esquemas y dibujos técnicos que se deformaban ante él como anunciando el comienzo de una pesadilla.

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Los malos sueños no eran ajenos a las noches de Facundo. En ellos se veía envuelto en el fragor de una batalla que se repetía a diario entre las brumas de la noche. Decenas de guerreros ataviados con trajes antiguos, que no pertenecían a ninguna civilización que él reconociera, se enfrentaban con fiereza en combate singular y colectivo por toda la ladera de Monte Cerro.

Al principio del sueño, Facundo no reconocía las caras de sus enemigos. Les atacaba ciegamente y ellos le respondían con igual empeño. Era un enfrentamiento a sangre y fuego que no parecía tener fin. Sin embargo, con las primeras luces del alba, todo volvía a la normalidad. La horda atacante de cada noche regresaba entre la espesa niebla hacia orígenes ignorados, de donde retornarían al día siguiente cabalgando sus monturas armadas para la nueva batalla.

Un amanecer pletórico de luz campaba por todo Monte Cerro bañando de tonos de miel la tierra circundante al parque. Producía el efecto de un reflejo dorado que abrazaba el contorno de los primeros molinos junto a la vivienda bioclimática. Esta ofrecía el aspecto sobrio de la armería de un antiguo castillo. A ello contribuían su tejado de pizarra gris y las paredes prefabricadas de ladrillo cubierto de aislante enlucido con una pasta impermeable.

El perfecto refugio para un ermitaño tecnológico que ha decidido huir de todo.

Una tarde en que el crepúsculo se anunciaba en lontananza, Facundo observaba a tres cuervos que parecían disputarse su espacio favorito en la rama de un fresno. Sin pensarlo formuló una pregunta.

–Y vosotros ¿a qué creéis que se debe mi interminable escapada?

Pero en su interior barajaba perfectamente la respuesta. Sonreía maliciosamente, como si aquellas aves tuvieran que contestarle obligatoriamente y su silencio descargara en ellas toda su culpa.

–No os preocupéis, amigos vestidos de permanente luto, los cuervos representáis la reflexión, la memoria, el espíritu de Odín:

«…Dos cuervos se sientan sobre los hombros de Odín y le dicen al oído todas las nuevas que ven u oyen, se llaman así: Hugin y Munin. Los envía por el día a volar en torno a todos los mundos, y vuelven a la hora de la comida del día, y así se entera de tantas noticias.»

 Capítulo XXXVIII de la Gylfaginning, una de las partes de la Edda de Snorri Sturluson

 

–Estáis capacitados para observar y escuchar antes de hablar. Pues bien, os contaré mi historia, sí. Cada día os narraré una pequeña parte de lo que me ha traído desterrado hasta un parque eólico plagado de gigantes giratorios.

Los tres cuervos graznaron a la vez, lo que hizo sonreír de forma enigmática una vez más a Facundo.

–Lo único que os pido es fidelidad para que a esta misma hora crepuscular yo os pueda volver a encontrar posados en la misma rama.

A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido pensar si quiera en el más que improbable cumplimiento de esa exigencia, pero al señor Robles no parecía preocuparle gran cosa. Sencillamente necesitaba desahogarse hablando en voz alta.

Tras otra noche de lucha denodada inmerso en su combativa pesadilla, Facundo vuelve a visitar la rama de los cuervos y ¡oh sorpresa! allí se encuentran. Los tres graznan como posesos ante la presencia del humano que los mira con la agudeza de un ave rapaz.

El orador desgrana su discurso lentamente, entregado a una especie de revelación que su espíritu necesita transmitir para no perder la cordura.

Unos minutos de monólogo sirven a Robles como inicio de su propósito redentor terminando justo cuando los últimos rayos del sol poniente declinan para abrir paso a una noche más de disputa y luchas a muerte en las laderas de Monte Cerro.

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Esa noche suenan los tambores. Un tam-tam desacompasado por la distancia empieza a extenderse por el parque eólico llenando cada rincón de incertidumbre y miedo ante el nuevo ataque.

En esta ocasión, Facundo enarbola una larguísima lanza montado sobre un desgarbado corcel que sufre para mantener al jinete en su grupa. Nuestro héroe encara al enemigo con la lanza en ristre e inicia una galopada que le sitúa cara cara ante otro jinete cuyo rostro no es posible identificar en las sombras de una noche neblinosa.

A Facundo se le pasa por la cabeza su parecido a la figura de aquel hidalgo cervantino “(…) de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Pero quien se siente un auténtico hidalgo es el propio Facundo.

Y cuando la distancia entre ambos combatientes mengua lo suficiente, nuestro hidalgo lo ve. Reconoce en su oponente a alguien con nombre y apellidos, alguien que ha regresado desde el pasado de Facundo. Este pretende huir de él, pero no lo logra y sucumbe ante la punta de su lanza que acaba untada en la sangre del señor Robles.

–¿Por qué me veo en medio de estas batallas? –preguntaba asustado a los tres cuervos en la tarde posterior al drama de la noche–. No dudo en defender mi integridad en cada lucha, pero cuando reconozco a mi oponente me quedo paralizado y acaba con mi vida. ¿Qué decís, amigos cuervos?

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En esta ocasión graznaron dos de las tres aves, y eso lo interpreta Facundo como señal de prevención de cara al siguiente sueño.

La noche en cuestión se ve ensangrentado sobre su jamelgo de aspecto famélico. Esta vez parece que ha resistido un primer combate, pero su contrincante también permanece aupado a su corcel y le mira desafiante. En esa mirada Robles consigue distinguir la faz de otra persona que le resulta familiar, pero esta vez anda ojo avizor y esquiva a la muerte.

–¿Qué debo hacer? –plantea a los cuervos a la tarde siguiente–. En esta ocasión solo son dos los apostados en la rama del fresno.

–¿Qué sucede? Falta uno de vosotros ¿Cuál es vuestro juego?

La ausencia de una de las enlutadas aves ocupa la mente de Facundo en la contienda de esa noche. Ahora cabalga un famélico caballo que es todo huesos. Al menos el anterior estaba más hecho pero este equino era la viva imagen del fracaso. Para colmar de terror su espíritu, el hidalgo descubre que su oponente ahora es una sombra gigantesca más negra que la propia noche, que se proyecta sobre él y sobre toda la ladera de Monte Cerro.

En el interior de esa trampa parecía latir un sentimiento de indignidad, de rabia consigo mismo y de impotencia que le impiden desenmascarar la verdad de sus pesadillas recurrentes. Facundo no desea continuar así ni un día más y la desesperación acaba ayudándole a sucumbir en un océano de culpabilidad infinita.

Facundo Robles había sido un mal psiquiatra. Pudiendo evitar ingresar a sus pacientes en un manicomio, los mandaba allí sin ningún escrúpulo y no hacia nunca un estudio en profundidad del perfil. Aceptaba dinero a manos llenas de familias ricas que querían librarse de ellos por los motivos más recurrentes. Facundo firmaba decenas de certificados de insania mental con información falsa. Desequilibrios emocionales perfectamente tratables en una consulta lograban la incapacitación e ingreso del afectado y así la herencia la cobraban otros.

Quienes morían en la batalla de sus pesadillas no los mataba él directamente, pero eran las injustas víctimas de sus malas acciones. Por eso se había retirado a esa casita en el monte junto a los gigantes giratorios.

¡Zuum, zum! El batir de las palas del aerogenerador parecía el son de un dragón quimérico desplegando las alas. ¡Zuum, zum! era el fragor de la batalla ¡Zuum, zum!, retumbaba en su cabeza el zumbido de la culpa ¡Zuum, zum! resonaban los tambores de guerra convocando a los combatientes que le atormentaban.

Desde el día en que hizo el último desmonte con la retroexcavadora hasta el momento en que descubre que no son tres sino dos cuervos quienes permanecen sobre el fresno, habían transcurrido ocho semanas. Cincuenta y seis noches de pesadillas ininterrumpidas le habían cancelado la capacidad de razonar. El señor Robles ya no era un Doctor Jeckyll y míster Hyde, capaz de atender un parque eólico y a la vez hablar con cuervos sobre su desintegración como ser humano.

Facundo acaba en su locura culpable viéndose no tan solo como un simple hidalgo, pues es un Don Quijote atípico que, al contrario que el original, defiende a sus amenazantes molinos aerogeneradores. El doctor Robles se convierte en todo un dios, como Odín, recibiendo en lo alto del fresno mágico llamado Yggdrasil todos los mensajes de Hugin y Munin, sus dos cuervos inseparables.


 

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Os deseo mucha salud y suerte en la vida.

Las imágenes que aparecen en este post  han sido generadas por la IA  Leonardo

8 Comentarios
  • Federico
    Posted at 16:28h, 04 diciembre Responder

    Sueño o realidad de este Don Quijote moderno. Saludos

  • Ana Piera
    Posted at 00:18h, 04 diciembre Responder

    Bueno, las malas acciones vuelven para mordernos cuando menos lo esperamos. El relato es interesante y tiene su mensaje sobre las consecuencias de nuestros actos. Saludos Marcos.

  • ARENAS
    Posted at 10:42h, 03 diciembre Responder

    Y los dos cuervos vendrían así a ser sus particulares e inseparables Sancho Panza, único nexo de unión del hidalgo Robles con el mundo exterior. Estupenda y originalísima revisitación y actualización de la figura más universal de la literatura
    Puedes con todo lo que te pongas, mi fértil amigo.

  • Nuria de Espinosa
    Posted at 16:51h, 02 diciembre Responder

    Facundo, fue víctima de sus acciones y de su culpabilidad que terminó por atraparlo en las pesadillas de su propio remordimiento hasta acabar loco de atar con la única compañía de los dos cuervos.
    Y es que más tarde o más ten prano la vida te golpea.
    Un relato inquietante con un final inesperado que nos demuestra que nuestros demonios interiores pueden jugarnos malas pasadas.

    Un placer leerte Marcos.

    Un abrazo

  • Ric
    Posted at 09:29h, 02 diciembre Responder

    Buen relato Marcos, muchas veces, sin darnos cuenta, nos equivocamos, esto es el ser humano, imperfecto.
    Sería muy aburrido el mundo si todos fuéramos iguales, la belleza se basa en la imperfección, ¡saludos!

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