El primer Clon, cap. 17. El crepúsculo en playa Bávaro

Sobre el horizonte, la enorme esfera incandescente teñida de rojo sangre se ofrecía ante los ojos de un asombrado testigo, admirado por la fantasía de color que se extendía hasta el mismo cielo fundiéndose con él. Pequeñas embarcaciones de recreo bogaban tranquilas en sus paseos ociosos dibujando con su silueta líneas de vagas formas que asomaban a ratos por encima de la base de la bola de fuego, en la línea en que esta era engullida por el horizonte. La humedad, que lo envolvía todo, contenía en sus entrañas la esencia de rosas, girasoles, gladiolos, nardos y azucenas, sólo a falta del aroma de las flores rojas del flamboyán, que extiende su manto floral por las calles y parques de la ciudad sólo entre Mayo y Agosto; un regalo cortesía del crepúsculo en aquella latitud.

 

El hombre contemplaba a diario la puesta de sol en Punta Cana, con los pies clavados en la fina arena de playa Bávaro. La figura erguida alzada casi dos metros sobre el suelo resultaba imponente: hombros cuadrados, amplios, impecablemente ajustados a la camisa de seda blanca.

El rostro, como esculpido por el cincel de un artista, mostraba una mandíbula recortada que indicaba determinación y contrastaba con unos pómulos estilizados en los que la naturaleza se había entretenido caprichosamente moldeando unas formas más suaves. Los labios apretados y la viva expresión de los ojos azul oscuro parecían indicar un permanente estado de alerta, como si no pudiera dejar de vigilar sus espaldas acechadas por algún mal inminente.

Sí, Fabio Rocco no pasaba desapercibo. Nadie podía quedar indiferente ante la altísima figura de movimientos lentos, deliberados y ese semblante con el rictus característico en sus labios contraídos. Su mirada azul dominaba el entorno desde tan elevada atalaya.

 

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Llevaba una semana en Punta Cana por encargo de Eric Van Möeller para entrevistarse con uno de sus contactos implicados en el tráfico de cocaína a lo largo del Mediterráneo hasta la soviética Georgia. El personaje traía de cabeza a Van Möeller, por considerarlo demasiado ambicioso en su papel de mero enlace. Había encargado a Fabio que intentara ponerle en su sitio en su próxima entrevista en el Caribe.

–Hay que seguirlo de cerca y ver por dónde respira.

– ¿Y si pide que aumentemos su comisión? –dudaba Rocco.

–No subas más de un dos por ciento. Ahora lo que quiero es que te reúnas con él para preparar el camino a ese cargamento de nieve con destino a Turquía.

Estos pensamientos asaltaban a Fabio mientras contemplaba el océano y el sanguinolento sol escondiéndose en el horizonte. Los últimos rayos plasmaban su estampa cromática sobre las aguas tranquilas a aquella hora en que el ocaso abría las puertas a la noche dominicana.

La gente bullía en los bares y cafés de la zona colonial o en los chiringuitos de la playa, como hacían Hache y Claudia.  Ambos degustaban una parrillada de mariscos a la orilla del mar.

–Mira Claudia. Natham quiere devorar esa pata de langosta pero no sabe cómo hincarle el diente ¿Dónde está la chicha hijo?

–El marisco tiene aquí un gusto distinto ¿lo has notado? El nuestro es más sabroso sentenció ella.

–Son las aguas del Cantábrico. Su bravura le da otra sustancia. Aunque a tu hijo eso le trae al fresco. Mira cómo muerde. ¡Cuidado, no se vaya a atragantar!

–Hay que ver cómo se ha puesto. Voy a llevarlo al lavabo.

 

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Hache se recostó en la hamaca–. “Qué noche tan deliciosa” –pensaba–. Respiró profundamente mirando al cielo estrellado, tan despejado y limpio que dejaba al descubierto nítidamente los caprichosos dibujos de las constelaciones. Iba recorriendo con la mirada los contornos del caballo alado. Pegaso parecía despegar con rumbo desconocido, hacia un destino que en la imaginación de Hache surgía lleno de promesas. Hache miraba el conjunto de estrellas, algunas como relucientes cabezas de alfiler clavadas sobre terciopelo negro;  otras emitiendo pulsos parpadeantes como si transmitieran mensajes de luz. Quizá otra gente en otros mundos admiraba en ese mismo instante el espacio desde una de aquellas cabezas de alfiler; otros como él, sujetos al vaivén de billones de galaxias, desde que el Big Bang produjo el estallido del universo en inmensidades de gas y polvo cósmico en expansión ¿Qué pasará por sus cabezas? ¿Los otros tendrían problemas con grandes corporaciones? ¿Podrían otros seres encontrarse tan bien como él ahora? En aquel momento se sentía como  una pieza del rompecabezas estelar, perfectamente engranada en la máquina del tiempo. Hache notaba cómo todo su ser se llenaba de una esperanza que le revitalizaba por momentos a la vez que sus sentidos regresaban lentamente a la realidad. El aroma del marisco recién cocido, el arrullo del mar y las voces alegres de la gente flotaban en la cálida noche del trópico.

Una frase pronunciada por alguien situado en una mesa cercana a la suya despertó en él un repentino interés.

–No he hecho un viaje de doce horas en avión hasta aquí para nada amigo–decía una voz con acento italiano–. Tenga en cuenta que descargar un par de toneladas en ese puerto supone un trastorno para nosotros.

– ¿Crees que Eric lo tiene todo bien atado? – dijo otra voz que sonaba con un deje arrastrado.

–Eso es lo que me preocupa. Yo me juego mi puesto y para vosotros al fin y al cabo se trata de un trabajo más. Mantener el paso de la nieve hacia el interior del país se me antoja que debería estar mejor recompensado.

–Lo imaginaba. No tienes bastante con lo que te llevas entre las uñas ¿verdad?

La voz de Claudia interrumpió la atenta escucha de su marido.

– ¿Has podido resistir este ratito sin nosotros? Pareces muy relajado. Ya veo que te ha sentado bien la espera.

–Hace una noche maravillosa querida. A Natham le sentará bien darse unas cuantas carreras antes de dormir.

Hache se puso en pie y cogió a su hijo en brazos, jugueteando con él.

–Vamos, Claudia. Hay que quemar calorías.

–Oh, sí. Haremos un par de kilómetros con tu hijo a cuestas. Eres un lanzado…

– ¿Te has fijado en este cielo? Parece que hoy brillan más estrellas que nunca.

–Eso hace la noche más romántica.

 

 

Los dos paseaban descalzos pegados a la orilla. Natham se acurrucó sobre el hombro de su padre, señal de que el sueño le llegaría pronto.

El rumor de las olas rompiendo suavemente a pocos metros acompañaba sus pasos, aguas tranquilas que traían el reflejo de luces; las luminarias de algunas embarcaciones que destacaban a lo lejos como pacientes guardianes de la noche.

–Mañana podríamos ir al jardín botánico de Playa Dorada, al Norte de la isla –comentaba Hache–. ¿Sabes que se encuentra a más de setecientos metros de altura? Hay que ir en teleférico.

–Hombre, te aseguro que yo no iría a pie ni en broma. Tu mujer no tiene tu espíritu deportista, cariño.

–Mira, Natham se ha dormido. Es hora de volver al hotel.

Anduvieron en silencio agarrados de la cintura sintiendo cómo las estelas de espuma cálida acariciaban sus pies.

– ¿Sabes?–dijo ella– Desde hace un rato noto como si estuvieras dándole vueltas a algo en tu cabeza ¿tengo razón?

Él reaccionó pasados unos segundos.

–Debo contarte algo. Cuando te fuiste con el niño al lavabo me quedé absorto mirando las estrellas. Fue como si soñara despierto, cuando volví a la realidad escuché a mis espaldas una conversación entre dos hombres; uno de ellos mencionó a un tal Eric…

– ¿Significa ese nombre algo para ti?–Claudia se agachó y llenó sus manos con el agua de la última ola que rompió en la orilla, refrescándose la cara.

–Bueno, el único Eric que recuerdo es un estudiante de Sociología que conocí en mi época de universitario.

–Ese que se dedicaba a los negocios…

–Hizo mucho dinero con su agencia de importación-exportación. Todo un personaje.

– ¿Se ganaba la vida honradamente?

–Para mí es una persona intachable. Lo cierto es que yo le admiraba.

– ¿Y acabó la carrera?

–Me licencié cuando él estaba en su último año –hizo un gesto con la mano indicando que eso era agua pasada. Ella reprimió un bostezo.

–Oye ¿no vas a contarme algo más sobre la conversación entre los dos tipos? –inquirió cogiéndose al brazo de su marido.

–No pude entender gran cosa. No porque hablaran inglés sino porque resultaba difícil oír sus voces con el sonido del mar. Uno de ellos tenía acento italiano. Se referían a un cargamento que llegaría a no se qué puerto y poco más –concluyó con un gesto que pretendía quitar importancia al asunto.

 

 

Bueno, lo dejo aquí hasta el siguiente episodio, que llegará muy pronto.

Espero que lo hayáis disfrutado. Si es así, por favor dale «like» al corazoncito de más abajo.

¡Salud y suerte, amigos!

2 Comentarios
  • Dr.Krapp
    Posted at 12:21h, 31 diciembre Responder

    Un relato en ambiente idíico y con toques thriller, un lugar donde nunca suele pasar nada desagradable. Interesante.

    Un abrazo y Feliz Año

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