03 Feb Feria nocturna
Feria nocturna
Fausto acude a la feria con sus hijos. Disfrutan de atracciones y tómbolas, pero él siente un resquemor ante el comportamiento de la gente, que le produce rechazo.
Es una noche en la que impera un frescor en el ambiente que lo impregna todo. El aroma propio de los puestos de venta de palomitas, de algodón dulce o de manzanas rebozadas de caramelo, parece reforzado con la brisa que obliga a algunos a protegerse con una chaqueta o prenda similar. Las freidoras de patatas y de churros no paran de producir montañas de productos calientes para saciar el apetito de los visitantes. El humo blanco desprendido reparte por los alrededores un denso olor a aceite de cocina y frituras.
–¡Mira papi! Yo quiero uno de esos rellenos de crema –le pedía su hija María de ocho años.
–Yo quiero el relleno de chocolate –dice su hijo Oscar de diez años.
En ese momento aparece Lidia, luciendo una sonrisa bonachona mientras ofrece a sus hijos un paquete de churros rellenos.
–¡Qué bien, mami! –exclama María–. Es lo que estaba pidiéndole a papá justo ahora.
Fausto sonríe a su esposa, aunque por dentro está fastidiado por lo oportuna que ha sido en satisfacer la necesidad de los niños.
–¡Venga, equipo! –les anima Lidia–. A ver qué atracción os gusta más.
Algo flota en el aire. Circula entre las vías del Trenecillo de la Muerte cargado de público de todas las edades intentando esquivar los escobazos de los feriantes disfrazados de esqueletos, brujos, brujas y seres imposibles.
–Papá, quiero subir al tren de la bruja, por favor –decía su hijo Oscar.
–Aquí le llaman el Trenecillo de…
–… la Muerte, sí papá, lo pillo ¡Anda, vamos ya!
Sirenas sonoras de todo tipo lanzan su estridencia al aire refrescante de la noche, ese aire que Fausto percibe como transmisor de un mensaje oculto que solo él pudiera identificar.
–¿Por qué aquella tragedia no abandona nunca mi memoria? ¿Es que no tengo derecho a vivir en paz?
La doble pregunta preside su vida desde hace mucho, adueñándose de cualquier momento, en cualquier circunstancia.
María y Oscar están subiendo al vagoncito del trenecillo, donde ya se hallan sentados tres niños y un padre. El feriante disfrazado de brujo anima con su escobita a Fausto para que encaje dentro del vehículo, lo que puede hacer a duras penas. Un sentimiento de irritación invade todo su cuerpo.
–Qué bien ha hecho Lidia en quedarse fuera de este trasto –pensaba–. Siempre acierta en todo. A santo de qué he de aguantar este incordio. Y encima ese padre me mira con una sonrisa estúpida, no lo aguanto.
El tren se pone en marcha camino del túnel que les espera un poco más adelante, donde les asaltan juegos de luces y figuras de monstruos más o menos logradas a base de cartón piedra. Huele a vía férrea, circuitos eléctricos sobrecalentados y un rastro de colonias procedentes de una docena de padres. Todos parecen participar con gozo del espectáculo menos Fausto.
–Ya estamos con las risitas cómplices –decía para sí– ¿Es que tiene que sonreír todo el mundo para estar integrado?
–¿Estás preocupado, papi? –le pregunta María.
–¿Eh? No, ¿por qué?
–Tienes una cara muy seria –añade la niña.
La velocidad del trenecito ha aumentado, Fausto percibe con más nitidez ese algo indefinido que flota en el ambiente. Su inquietud va en aumento. Le vienen a la memoria pensamientos confusos, como si su mente estuviera entrando en un túnel particular, volando sobre aquel donde se encontraba.
Una dimensión paralela se desdobla ante él y en un instante de zozobra el túnel del trenecito empieza a tomar la forma de una espiral sin fin.
No ve a sus hijos y su mujer se ha quedado esperando fuera. Está solo ante aquella quimera de su mente que ahora le proyecta una imagen inesperada. Se ve a sí mismo dentro del parque de la feria, donde ya no queda ni un alma aunque los puestos y atracciones no han cerrado, pero nadie los atiende. Centenares de luces siguen iluminándolo todo pero las sirenas ya no suenan.
De repente entra en una zona aislada, hacia una cerca metálica que rodea un área menos iluminada. Llega un momento en que observa tan solo una línea de luz difusa, como un halo que estuviera siendo consumido por las sombras.
En medio de ese halo, una figura humana de elevada estatura, con la cabeza cubierta por un sombrero negro de ala ancha, queda recortada contra el horizonte de luces de neón difuminado por el recinto.
Fausto percibe un brillo amarillento en los ojos de aquella figura aparentemente humana.
–Has llegado hasta mí, amigo, y eso me satisface –dice la figura del sombrero–. Has encontrado el inicio del camino.
Su aliento exhala un vaho del mismo tono que sus ojos. Su boca entreabierta no parece tener dientes sino una lengua ennegrecida de punta afilada.
–¿Quién demonios eres? –pregunta Fausto, preso de más dudas que miedos. Había vivido experiencias en su pasado que convierten a la figura parlante en una atracción más de feria.
–Pues igual debes suponer que soy un demonio, gran Fausto. Represento tu pasado, amigo mío. Y si lo prefieres, soy algo así como tu conciencia, que tan solo busca ayudarte.
–¿En qué crees que necesito ayuda?
–Sufriste una experiencia traumática en una de las guerras de la última década, al ser el único superviviente de un engaño mortal por parte de la tropa enemiga. Os atrajeron a una trampa en la que murieron seis compañeros. Ser el único superviviente ha sido tu martirio durante cinco largos años.
–Para ser mi conciencia tienes un aspecto tenebroso. ¿Qué quieres? ¿Un pacto para venderte mi alma?
–Mi aspecto representa la oscuridad de tus recuerdos y su influencia negativa en tu carácter, en la forma en que ves a los demás, considerándolos enemigos, recelando de ellos ¿Cuándo fue la última vez que alguien te cayó bien? Ten en cuenta la influencia que esa actitud tiene sobre tu mujer y tus hijos.
La voz de la figura parlante sonaba como reverberando en el interior de una cueva. Su lengua ennegrecida cambiaba ahora al tono amarillento de los ojos y del vaho procedente de su aliento.
–¿Crees que por presentarte así, en medio de esta ensoñación, puedes influir tanto en mi vida?
–Lo veo muy posible. Siempre que pongas en ello convicción y voluntad.
–La cosa no es tan simple. No conozco nada de ese camino que afirmas acabo de encontrar ¿En qué consiste? ¿“Nuevas normas para corregir a Fausto” o algo así?
La figura del sombrero negro hace un movimiento de manos como un prestidigitador, y muestra a Fausto una proyección de imágenes de la guerra.
–Esta es tu guerra, amigo. La escena crucial, el escenario donde transcurrió la gran desgracia ¿Ves ahora lo que pasó? Tienes que estar bien atento.
El proyector onírico ofrece en detalle la imagen de un soldado compañero de Fausto recogiendo un juguete roto de manos de un chico en silla de ruedas.
–Quiere que arregles ese trasto –dice otro de los soldados.
El chaval hace un gesto con una mano indicando que no hay prisa.
–Vuelvo luego –indica con un acento particular.
Le rodean otros que nada más terminar la entrega dan media vuelta empujando la silla con rapidez.
La explosión se produjo en menos de medio minuto. El aspecto del escenario que quedó tras ella no se mostró ante los ojos de Fausto.
–Tú no fuiste quien recogió el juguete roto, amigo. Intentaste avisar del peligro, pero nadie pudo verte u oírte pues observabas desde detrás de un enorme vehículo de guerra estacionado con el motor en marcha. No fuiste responsable de nada. Siempre lo has pensado, pero has estado equivocado durante estos cinco años. Por más que me he empeñado en recuperar tu memoria, no me lo ha permitido nunca tu mente torturada.
Fabio quedó perplejo por lo que acababa de ver, sumergido en medio de un limbo nublado por una sensación de irrealidad. Pero toma una decisión.
–Sea producto de mi imaginación o no, guardaré esto junto a mi recuerdo de aquel nefasto día. No sé si lograré superarlo. Estoy muy confundido.
–Sigue este camino que has encontrado en mí, Fausto. Puede conducirte a tu redención. Si lo logras, te anuncio que volveremos a tener un encuentro en el futuro en el que mi aspecto ya no será este, sino el de una persona normal que será tu conciencia limpia de resquemor y odio.
–Ha sufrido un desvanecimiento –comenta el sanitario de la ambulancia–. Tenía muy baja la presión arterial. Parece que está recuperándose con rapidez, pero no le pierda de vista señora. Debe ir a casa a descansar.
–Has estado como dos minutos sin conocimiento, querido –comenta Lidia con un deje de preocupación. Nunca antes te había pasado.
En el fondo de su alma, Fausto agradece la experiencia vivida o soñada, un episodio que no olvidará y piensa que, si le sirve para borrar los fantasmas del pasado sin coste alguno para su alma, habrá merecido la pena.
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Salud y suerte en la vida.
Nota: todas las imágenes de este post incluida la portada pertenecen a la página Deviantart.com
Miguelángel Díaz
Posted at 14:53h, 29 febreroHola, Marcos.
Has sabido reunir en un relato los recuerdos que tenemos del tren de la bruja con el trauma del protagonista. Fundidos con un nombre con tantas resonancias como Fausto nos lleva a imaginar un trato, pero nos llevas a un final que ayuda a salir de la situación traumática.
Un fuerte abrazo 🙂
marcosplanet
Posted at 22:49h, 29 febreroTu opinión es siempre muy apreciada, Miguel. Muchas gracias por aportarla.
Otro abrazo fuerte para ti.
AMAIA LARRREA
Posted at 17:07h, 08 febreroHola Marcos
Sin poder pestañear he estado hasta el final.
Me encantaba el tren de la bruja. Gracias a que nunca me encontré con un ser como ese,
me hubiera dado un patatús.
Una experiencia dura para Fausto pero más duro era estar con ese pesar.
Aplausos y abrazo grande
marcosplanet
Posted at 23:26h, 08 febreroA mi también me habría rematado esa visión, Amaia.
Muchas gracias como siempre por tu tiempo.
Un fuerte abrazo.
Federico
Posted at 20:26h, 07 febreroMe acuerdo del tren de la bruja. Te daban escobazos en el túnel y si conseguías quitarle la escoba tenías un viaje gratis. Saludos
marcosplanet
Posted at 10:26h, 08 febreroSiii, así era, Federico ¡Qué buenos tiempos!
Un cordial saludo.
eliom
Posted at 14:49h, 06 febreroSin dudas que atrapa, excelente relato, un saludo.
ARENAS
Posted at 15:17h, 05 febreroEste moderno Fausto mola más que el clásico. Parece que está en vías de recuperar su alegría de vivir sin necesidad de hacer un pacto vendiendo su alma a Mefistófeles. Bravo una vez más, mi docto hermano. Me ha gustado tu humanización de la oscuridad. El Maligno es sólo un reflejo de nuestro propio interior. Y en el caso de tu Fausto, su desmemoria le había jugado una injusta mala pasada, haciendo cierto aquello de que los recuerdos suelen contarte mentiras.
Por cierto, hace unos días vi a Don Faustino, que a sus 78 años goza de excelente memoria y se sigue acordando de nosotros.
marcosplanet
Posted at 07:40h, 06 febreroVaya, el querido Don Faustino acude a nuestro recuerdo de tiempos que no por pretéritos han caído en el olvido. Qué buenos días aquellos del Colegio Pío XII.
Gracias por tus cariñosas palabras, hermano Antonio.
Nuria de Espinosa
Posted at 03:02h, 05 febreroHola Marcos, al principio me recordó la fábrica de chocolate. Pero cuando aparece la conciencia tenebrosa me quedé de piedra. Creo que con el prestidigitador me he empezado a perder en ese mundo onírico de pesadillas y sueños oscuros.
Al final todo parece fruto de su conciencia tras el mareo, pero si es para sentirse mejor merece la pena pasar por un estado de semiinconsciencia.
Cómo siempre es un gusto leerte. Sigue así. Un abrazo
Flossy
Posted at 01:00h, 04 febreroMuy buen relato, de esos que te atrapan y lo tienes que terminar, si o si.