Mofletes Bill. Un cuento rural

Tiempo de lectura diez minutos.

 

El pueblo de Cramontana lucía el mayor conjunto de casas rústicas con granero de toda la comarca. Lo fundaron ciudadanos de diversas urbes en los años cincuenta del siglo pasado tras haber conseguido reunir cuarenta y dos propiedades agrícolas, diez de ellas con establo para el ganado.

Las granjas estaban delimitadas por lindes perfectas, con mojones en los ángulos de las propiedades indicando el número de registro de cada una. Todas contaban con un pozo de agua potable y una canalización de las aguas. Con los años la comunidad prosperó y se convirtió en un reducto de paz donde todos tenían una ocupación, negocios que atender, tierra que cultivar y productos que cosechar.

Por otro lado, la vida en Cramontana había creado un ambiente propicio para el cotilleo típico entre vecinos que coincidían en calles, bares y tiendas con demasiada frecuencia, adquirían ropa, alimentos y fármacos en los mismos comercios y llevaban a sus hijos al mismo colegio.

Una veintena de profesores integraban el equipo docente, que se esforzaba por mantener el control y la autoridad en el Centro Educativo Cramontana, aunque en ocasiones esos objetivos distaban mucho de ser cumplidos.

Los estudiantes de Primaria y Secundaria solían ser los más conflictivos. Pero la directora Magdalena Prats ejercía sus funciones con mano de hierro, apoyada siempre por su escudero, el jefe de estudios Vicente Diezdeabril, quien siempre lidiaba las batallas en primera línea de combate.

Entre el abigarrado conjunto de alumnos destacaban tres con luz propia, no exenta de envidias y recelos. Eran los hijos de Simón Cirinolla, a quien todo Cramontana conocía como “Mofletes Bill”, por una broma que le pasó por la cabeza al actual alcalde hacía ya una década.

Simón era de ese tipo de personas que hace bien las cosas, sin seguir ningún método. Tan solo se limitan a actuar y avanzar. Sus tierras lindaban al norte con el Bosque de la Jara, al sur con las de Marcelino el de la granja de pollos y al este con la carretera que conducía a la ciudad.

Por el oeste se extendía la cadena montañosa conocida localmente como “Los montes perdidos”, que constituían a menudo el escenario de las aventuras que los padres relataban a sus hijos en los cuentos nocturnos.

No podía ponerse un “pero” a los hijos de Simón. Colaboraban en la granja de los padres, eran buenos estudiantes y muy sociables. Contaban con un numeroso grupo de amigos con quienes se habían criado desde bien pequeños y junto a los que organizaban sus exploraciones de cuevas.

Esto les gustaba especialmente pues los Montes Perdidos alojaban en su interior auténticas minas naturales de cuarzo de una gran belleza. El grupo de amigos coleccionaba los minerales más llamativos de toda la comarca que aprovechaban para vender en los puestos callejeros que instalaban cada viernes en el pueblo.

Rosa, la mujer de Simón, poseía el don de cocinar exquisiteces de repostería que conquistaban el paladar de propios y extraños, habiendo conseguido montar una red de distribución de sus especialidades que abarcaba media comarca. Rosa y su amiga del alma Violeta, organizaban todo el trabajo con la ayuda de los hijos mayores.

–No deben restarle más tiempo a sus estudios –decía Simón mientras saboreaba un pastel de manzana con mermelada de arándanos que Rosa le había dado a probar–. Ya tienen bastante ayudándome con el campo de cebada y con la granja en general.

–Sabes que soy cuidadosa con eso, querido. Sólo cuando los pedidos aumentan más de la cuenta recurro a Dani para llevar la furgo.

–Seguro que tu amiga Violeta lo agradecerá. Hace una kilometrada todos los días para colocar tus dulces en las estanterías de media comarca. Lo cierto es que su vida no es nada fácil desde que la dejó su marido por aquella… profesora de yoga.

–Era su profesora de inglés y lo sabes, Mof. ¡No le añadas morbo!

–Bueno, pues no sé si has recordado a Dani que no se implique tanto, porque cuando llega a los pueblos no da media vuelta nada más descargar, sino que se queda a colocar las bandejas en las estanterías de las tiendas.

–Ya le llamé la atención sobre eso y lo ha hecho porque Violeta no pudo contar con la ayuda de su hijo mayor que estuvo enfermo una semana.

Simón levantó la vista del plato donde acababa de depositar el último trozo de tarta y dedicó a Rosa un guiño de reconocimiento.

–Por cierto, delicioso tu pastel de frutas, cariño –añadió con la boca llena.

Cada vez que Simón daba un bocado a un alimento, sus carrillos se inflaban de una manera que llamaba la atención. Tal fue la impresión que causaron en la comida popular para el nombramiento del alcalde algunos años atrás, que el propio edil lo dejó oficialmente claro.

–Amigo Simón, tus mofletes parecen capaces de ahuyentar a un tornado, como dice la leyenda de Pecos Bill.

Así que desde entonces le apodaron “Mofletes Bill” o “Mof” para abreviar.

Magdalena Prats, la directora del Centro Educativo Cramontana, charlaba con su buen amigo el Jefe de Estudios Vicente Diezdeabril en la cafetería “Sota de oros”. Esta era el local que más productos ofrecía de la repostería de Rosa, la mujer de Simón.

En el ambiente flotaba un denso aroma a café arábica de Colombia junto a la esencia típica de los croissants de mantequilla que Rosa elaboraba con su “receta secreta”.

–Me gustaría saber de una vez por todas dónde guarda Rosa sus famosas recetas –comentaba a Magdalena mientras devoraba unas galletas rellenas de dulce de leche.

–Me parece que ya eres todo un experto gourmet y no necesitas de ayuda para averiguar los ingredientes de sus recetas. Me sorprendes con tu habilidad innata para eso –dicho esto, la directora le propone un reto.

–A ver Vicente ¿qué tipo de café están preparando en este momento, querido amigo?

–Esta es la variedad caturra –afirmó él–.

–Ahí lo tienes Magdalena –dijo ella como si hablara para sí misma.

–Querías hablar sobre los hijos de Mof, ¿verdad? –preguntó el Jefe de Estudios, a quien le encantaba ir directo al grano.

–Sí, ya sabes que son de los mejores alumnos que han pasado por el Instituto y no disponemos de muchos ejemplos así, por lo que no quiero que se malogren con todo ese trabajo que sus padres parecen imponerles. No es justo.

–Yo no creo que ni Simón ni Rosa les impongan nada. Me parece que saben muy bien lo que hacen ¿Por qué lo dudas?

–Es que me parece que Mof va siempre a la suya, como si no le importara nada más que él y lo bien que lo hace todo. La mujer perfecta, las tierras mejor cultivadas, los mejores pastos para el ganado local…

–Vaya Magda, cualquiera diría que tienes atravesado a Mofletes Bill. Suena también a un poco de… –ella lo interrumpe en seguida.

–Envidia cochina, lo sé. Pero no soy la única en este pueblo que se atraganta con ese hombre y lo sabes bien.

Vicente Diezdeabril asiente con la cabeza y pide otros dos arábicas colombianos.

–Me va a subir la tensión entre tus cafés y nuestro tema de hoy, Vicentito. Te recuerdo que los hijos de Mof son el baluarte de nuestro Centro de Estudios y su padre les va a perjudicar.

Vicente se puso más serio. Su rostro pareció ensombrecerse.

–¿Cuántos años hace que llevamos trabajando juntos, Magda? ¿Veinte o así? Conozco tan bien como tú los entresijos administrativos del colegio y sé que dentro de poco empieza la campaña de captación de alumnos. Si la Junta Educativa Comarcal nos sube en el ranking de calificaciones que formamos todos los centros de enseñanza, el nuestro recibirá más alumnos por el efecto inmediato de esa lista que consultan por internet miles de familias de la zona.

La directora mira a su fiel escudero reconociendo esa gran verdad en un solo gesto.

–Pues eso, que debemos garantizar que crezca el número de matriculados para seguir recibiendo la subvención del gobierno –remató Magda sin reparos.

Los dos almacenes colectivos de cereales del pueblo se alzaban veinte metros sobre el suelo y albergaban en su interior varios cientos de toneladas de trigo y de cebada. Estaban en las afueras, muy cerca de la parte más antigua de Cramontana, donde abundaban añosos cobertizos de madera y algunas casitas abandonadas.

Los dos depósitos servían también como fuente de suministro para una buena parte de la comarca, actividad que reportaba un importante beneficio económico para los habitantes del pueblo. En las instalaciones de carga y descarga coincidían muchos vecinos que aprovechaban para intercambiar información de todo tipo y cotillear sobre los demás.

Un hombre y una mujer cargaban un camión con las últimas sacas de trigo para llevarlas a sus clientes granjeros de los pueblos más próximos. Ambos comentaban sobre la bondad de las cosechas.

–No me explico cómo Simón, nuestro amable Mof, es capaz de conseguir tan buena calidad de grano. No sé qué clase de injerto estará utilizando –indicaba el hombre.

–No creo que haga nada especial, amigo mío –responde ella–. Yo creo que se trata de las aguas del río Cram, que pasan junto a su terreno en una zona especialmente fértil ¿Te preocupa mucho que Mofletes Bill saque buena renta de lo que hace?

–Mujer, es que estamos hablando de que casi duplica lo que los demás mortales obtenemos haciendo lo mismo. Me parece injusto.

–Pues ve a pedirle cuentas a algún santo. Eso no lo podrás cambiar.

–De todas formas, Mof ha sido siempre un suertudo. Su mujer se gana muy bien la vida con lo de la repostería y los hijos les ayudan en todo y sacan las mejores notas en el colegio. Ya es el colmo. Mis hijos me ayudan mucho en la granja, pero ninguno de ellos es tan buen estudiante.

–Pero de eso no tiene la culpa Mof ¿verdad? –concluye la mujer.

Con el paso de los años había crecido el número de detractores de Simón sin saber nadie en realidad el por qué. Vicente, el Jefe de Estudios del Centro Educativo, lo comentaba con tono distendido en la parroquia del pueblo.

–“Pensar es difícil, es por eso que la gente prefiere juzgar”, decía el psiquiatra Carl Gustav Jung. El pobre Mof está rodeado por una especie de tormenta que aún no se ha producido, pero no me gusta que estén juzgándole así.

–Pues se acerca una buena tormenta, amigo Vicente –comentó un vecino. Viene del Este y no trae buena cara. Te lo digo yo, que llevo veinte años trabajando el campo a destajo y nunca vi un cielo como este ¿Os habéis fijado? –añadió dirigiéndose al grupo de parroquianos.

–No es ninguna borrasca que venga acompañada de agua –dijo otro de los presentes–. Va a ser una de esas tormentas secas con mucha carga eléctrica, ya lo veréis.

–Estoy de acuerdo –asiente el Jefe de Estudios–. Yo observo mucho el cielo y coincido en que va a haber descargas que pueden ser peligrosas. Deberíamos alertar a los vecinos.

–Las alertas en este pueblo no servirán de mucho –dijo una voz a espaldas del grupo. La presencia de Simón, Mof para todos, produjo el silencio en la estancia parroquial.

–Estoy de acuerdo con todos vosotros –añadió Simón–. Debemos estar preparados por si una descarga incendia los campos. Este mes de julio es especialmente árido.

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Sonaban las campanadas a las diez y media de la noche en el reloj de la torre de la iglesia. Donato el párroco se apresuraba a cerrar a cal y canto todo el edificio, preso de un temor justificado. Un cielo encapotado y ominoso se cernía sobre las casas de Cramontana aumentando si cabe la negrura de las sombras que cubrían hasta el rincón más escondido de sus callejuelas.

Las últimas personas que circulaban por el pueblo corrían con el alma en vilo, sofocadas en busca del refugio seguro de sus hogares.

Los primeros relámpagos extendían sus mechas con destellos en un cielo negro que encogía los corazones.

–Debo preparar el carromato del abuelo –afirmaba Simón ante Rosa mientras observaban el panorama desde la ventana del salón.

–Anda ¿y eso? –preguntaba ella extrañada– La oxidada camioneta de bombeo lleva años sin moverse de nuestro granero y no sabemos si funciona siquiera.

–La revisé hace una semana o así, un domingo en el que me sobraba tiempo de ocio. Funciona perfectamente.

Ambos sabían, como el resto del pueblo, que el parque de bomberos más cercano estaba en la ciudad, a unos ochenta kilómetros de allí.

–Hay que actuar, Rosa. Voy para el granero.

 

El abuelo de Simón había sido bombero en sus tiempos mozos y desde que abandonó este mundo, la familia guardaba como recuerdo un gran depósito móvil con una bomba hidráulica. Estaba montado sobre la caja de un antiguo camión y había sido un regalo de despedida del parque de bomberos de la ciudad el día de su jubilación.

Simón acababa de acoplar un motor a la máquina de bombeo con la intención de conectarla a una boca de salida del gran depósito del pueblo. En él almacenaban el líquido elemento precisamente para casos de emergencia, pero nadie había reparado en la importancia de tener un sistema propio que les ayudara a sofocar incendios. Bueno, nadie excepto Simón.

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El desastre anunciado por la tormenta eléctrica acababa de producirse. El rayo que cayó sobre los cobertizos y casas abandonadas de las afueras abrasó esa zona amenazando con quemar sin piedad los depósitos de cereales separados de allí tan solo por un centenar de metros.

–Van a arder los campos que lindan con esas casas de madera vieja –aseguraba alarmado uno de los vecinos. El temor estaba haciendo mella en el ánimo de todos.

Rosa decidió llamar al alcalde, que parecía apartado de aquella tragedia emergente.

–Mi marido está intentando acercarse al incendio con el antiguo carro de bomberos. Por favor, conecte los altavoces de alarma y anuncie a todos que debemos arrimar el hombro.

–¿Te refieres a ese viejo camión oxidado? –preguntó permitiéndose un tono sarcástico. –Lo que voy a hacer es llamar al servicio de bomberos de la ciudad. No tardarán mucho en llegar.

–Sí, claro, les llevará casi una hora cubrir los ochenta kilómetros que les separa de nosotros. ¡Para entonces solo encontrarán cenizas! ¿Me ha oído?

–¿Pero funciona? –consigue decir el alcalde refiriéndose a la camioneta de Simón.

 

Con la ayuda de su hijo mayor Dani, Mofletes Bill había conseguido conectar el tanque de cinco mil litros del camión al depósito principal que por fortuna se hallaba situado a pocos minutos del incendio.

La lengua de fuego que lamía los cobertizos abandonados lanzaba su ímpetu contra todo aquello que pudiera actuar como combustible. Los silos que habían guardado celosamente el grano durante tantos años reflejaban en sus paredes el fulgor de las llamas embravecidas. Ninguno de los habitantes de Cramontana podría adivinar qué les deparaba el destino.

Las chispas procedentes del infierno desatado podían prender en cualquier momento sobre el lecho de los campos preparados para la cosecha. El firmamento muestra un rosario de relámpagos que entrelazan sus brazos eléctricos en una sinfonía maldita que parece el preludio de un apocalipsis. Hay un riesgo cierto de que las llamas prendan como una antorcha las afueras abandonadas y alcancen las primeras viviendas habitadas.

En el espíritu de todo Cramontana yace el ánimo de colaborar en combatir el mal desatado, pero hace falta que algo lo resucite.

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Un buen número de vecinos había conseguido que el párroco reabriera la iglesia como centro de reunión para atender la emergencia. La algarabía que se había formado en el interior cesó cuando el párroco hizo uso de su potente voz para llamar la atención.

–¡Escuchad! ¡Escuchad todos! He intentado hablar con el alcalde, pero estaba comunicando. Imagino que estará tomando las acciones oportunas, pero no podemos cruzarnos de brazos ¿Quién puede aportar una idea coherente para afrontar la situación? Tened en cuenta que el cuartel de bomberos está en la ciudad.

–¿Pero alguien ha visto de cerca el incendio? –dijo el dueño de la cafetería “Sota de oros” –. Los que estamos aquí somos los que vivimos más cerca del lugar donde ha caído el rayo y aun así no distinguimos bien el alcance.

–No veo por aquí a Simón –continuó–. Es raro, porque seguro que tendría algo que aportar.

En ese preciso instante los altavoces resonaban con la voz del alcalde, quien arengaba a todos a participar en la labor que Simón estaba haciendo tan solo en compañía de su hijo. La esperanza surgió en el corazón de ambos cuando vieron acercarse a decenas de vecinos hasta la camioneta, muchos de ellos utilizando la suya propia con depósitos y bombas para aportar su grano de arena.

Si hubiesen tardado media hora más, el intento de extinción habría resultado completamente inútil.

Dos semanas más tarde, en la plaza de Cramontana todos asistían a un acto para celebrar el triunfo sobre lo que podía haber sido una auténtica catástrofe. Y no faltó un sincero homenaje a Simón y su familia por conseguir movilizar a todo un pueblo como un ejército en defensa de su bastión más preciado. Las palabras del alcalde llegaron a emocionar a muchos.

–Por fin reconocen estos tercos la valía de una familia que nunca hizo otra cosa que aportar prosperidad a esta comunidad –decía el Jefe de Estudios para sus adentros.

El esfuerzo de todos había conseguido dominar la amenaza en ese día de un mes de julio especialmente árido. La bendición de la luz temprana inundaba aquellos campos y las casas de los habitantes de un pueblo donde vivía alguien muy especial al que todos conocían como Mofletes Bill. Mof, para abreviar.


 

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Nota: todas las imágenes de este post excepto esta, pertenecen a la página Deviantart.

17 Comentarios
  • Antonio García Prats
    Posted at 12:32h, 12 enero Responder

    Me encanta tu narración. Tienes ya un seguidor fiel

  • Anna Lectora
    Posted at 10:52h, 31 diciembre Responder

    Me ha gustado mucho el relato, y sobre todo el mensaje de lo necesario que es cooperar cuando hay problemas. Te felicito.

  • Miguelángel Díaz
    Posted at 17:42h, 29 diciembre Responder

    Un relato muy positivo, Marcos.
    Me ha gustado como enfocas el inicio de la comunidad y te detienes en señalar algunos detalles de la convivencia y los roces y comentarios que provocan. El esfuerzo de personajes com Mof hace que estas comunidades salgan adelante.
    Un fuerte abrazo 🙂

    • marcosplanet
      Posted at 22:54h, 29 diciembre Responder

      Muchas gracias por aportar tu opinión. Si, hay personajes como Mof que empujan para que la comunidad salga adelante.
      Otro fuerte abrazo fuerte para ti.

  • ARENAS
    Posted at 11:58h, 29 diciembre Responder

    Precioso cuento. Y has hecho muy bien en denominar cuento a tu relato, porque efectivamente es eso, un cuento.
    Por desgracia en la vida real las personas de auténtica valía no suelen recibir homenajes y parabienes de sus convecinos. La envidia y la maledicencia son la moneda común con la que se premia a los individuos más sobresalientes de la comunidad. Nuestro país es especialmente experto en ello. Aquí se premia la grisura, la mediocridad.
    Pero siempre habrá seres especiales que, como mi amigo el escribidor de cuentos bellos, coloquen en su lugar a las gentes de relucientes mofletes.

    • marcosplanet
      Posted at 12:20h, 29 diciembre Responder

      Así es, amigo mío. La mayoría de ellos/ellas llevan una vida ejemplar sin recibir incentivo alguno, aunque creo que la mayoría no lo necesita.
      Un fuerte abrazo.

  • froi
    Posted at 11:50h, 29 diciembre Responder

    Bonitas fotos, bien ambientado. Un poco largo, pero siempre se puede sacar unos minutos para deleitarse con estas historias que nos llevan a ese mundo que queremos. Un abrazo, Marcos.

    • marcosplanet
      Posted at 12:20h, 29 diciembre Responder

      El tiempo es una percepción absolutamente subjetiva.
      Saludos cordiales.

  • Rosa Boschetti
    Posted at 10:01h, 29 diciembre Responder

    Hola Marcos. El enfoque que haces sobre la convivencia en una pequeña colectividad es muy realista e interesante. Me encantó el nombre de Vicente Diezdeabril y la forma como introduces en la narrativa a Carl Jung. Un abrazo ????

  • Rosa Fernanda Sánchez Sanchez
    Posted at 08:38h, 29 diciembre Responder

    Marcos, tus relatos son la muestra de como se puede contar una historia interesante, repleta de sensibilidad y mensaje, sin echar mano de ese cóctel ,compuesto por sexo, violencia y palabras malsonantes tan recurrente hoy, por desgracia. Felicidades!

    • marcosplanet
      Posted at 10:26h, 29 diciembre Responder

      Muchas gracias Ros! Siempre me animan mucho tus palabras y lo agradezco de corazón.

  • Jose Angel PC
    Posted at 07:25h, 29 diciembre Responder

    ¿Qué puedo decir? Me resultó muy interesante la historia de Simón. Toda la familia tiene tantos logros y méritos en el lugar en que habitan y esos logros obviamente iban a salir a relucir todas las envidias de varios vecinos. Pero cuando una tragedia suele ocurrir (en este caso el incendio) para perjudicar a toda la comunidad en la que habitan, es ahí donde dejan todos esos pensamientos negativos y realizan lo que todo el mundo debería de hacer: ayudarse entre todos para enfrentar el problema. ¡Excelente escrito!

    • marcosplanet
      Posted at 10:28h, 29 diciembre Responder

      Estoy muy agradecido por tus palabras. Me alegra que te haya gustado. Es lo que busco con mis historias, entretener a a gente sin más.
      Encantado de que te hayas pasado por mi blog y de tu análisis.
      Un saludo!

  • Sandra
    Posted at 20:14h, 28 diciembre Responder

    Me ha encantado el cuento rural, una buena historia, gracias por compartirla

    • marcosplanet
      Posted at 01:15h, 29 diciembre Responder

      Muchas gracias Sandra, por tu opinión y tu tiempo.

  • Anónimo
    Posted at 09:43h, 28 diciembre Responder

    Diría que muy interesante esta entrada de tu blog. La he leído con atención y aporta contenidos que, yo particularmente, desconocía, pero que han llamado mi atención desde la primera línea. Creo que este blog se ha convertido por méritos propios en uno de los que voy a tener guardados y visitar regularmente.

    • marcosplanet
      Posted at 16:24h, 28 diciembre Responder

      Muchas gracias por tu apoyo y por tu tiempo. Solo rogaría que remitieras con tu apodo o nombre porque como anónimo no sé identificarte.
      Muchas gracias de nuevo.

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