Sensaciones al volante de un Ferrari. El primer Clon. Cap. 15

El paisaje se va transformando a medida que el bólido se acerca a las cumbres. Carlo emprende un viaje sin fin.

Ver capítulo anterior.

 

Fabio y Eric comenzaron a desembarcar. El diplomático Tarik Sabbath se acercó a ellos sonriente y ufano, comentando en voz alta:

–No sé si querré volver a mi país, pues esto es lo más cercano que conozco al paraíso. El mes que viene termino mi labor en Ginebra pero a lo mejor me prolongo un poco más. ¿Volverá usted pronto señor Van Möeller?

–No lo sé. Estaré muy ocupado los próximos meses. No se preocupe, nos pondremos en contacto en breve.

–Es un placer hacer negocios con usted –exclamó Tarik efusivamente–. Nos esperan buenos tiempos, sí. Buenos tiempos…

A continuación, se alejó rumiando algo así como que se verían en el hotel.

Lisa se encontraba al pie de una limusina que el Hotel Lausanne Palace había dispuesto para ella.

–Os estaba buscando. Venid, subid conmigo por favor.

–Recuerda que quiero apartar a ese Carlo de mi camino cuanto antes –comentaba Eric a Fabio mientras se acercaban al coche –. Quisiera que tu experto estuviese listo en los próximos cinco días.

–Recibido Eric. Así se hará.

En el interior de la limusina, sobre una mesita de caoba, una botella de champagne y tres copas les esperaban. Lisa recibió a los dos con una franca sonrisa. Hizo una señal al chofer y el vehículo se puso en marcha camino del hotel, hacia lo alto de la colina.

 

Sensaciones al volante de un Ferrari

 

– ¿Has visto qué maravilla de coche Sara?  –comentaba Carlo con los ojos muy abiertos, mientras el bólido se exhibía, tentador, ante su campo visual. Al momento se giró y habló con tono extrañado–. Cómo se te ha ocurrido…–La miraba sin haber parpadeado aún–. Si te ha tocado la lotería lo disimulas la mar de bien.

–Eso mismo pensaba preguntarte Carlo. ¿De dónde narices ha salido ese cochazo?

Un amplio haz de luz iluminaba la sala donde se hallaba expuesto el Ferrari. El día había amanecido fresco, con el azul intenso de un cielo despejado. Una mañana ideal para recrearse disfrutando de la maravilloso que es que la naturaleza se filtre por todos tus poros.

El último día que ella lo vio vivo.

 

–A ver –dijo él dirigiéndose al vendedor– ¿sería tan amable de indicarme a quién debo esta cortesía?

–Eh… señor, tengo instrucciones precisas de no revelar su identidad. Lo único que ha de hacer caballero, es firmar los documentos del seguro, el permiso de…

–Pero, ¿me quiere decir que no voy a saber quién es mi benefactor?

–Está usted en lo cierto, señor Capossi. Esa… persona insistió en que le informará a usted en privado. Mire, es tan sencillo como firmar unos papeles y el coche es suyo.

Carlo buscó los ojos del vendedor y alzó las cejas en señal de perplejidad.

–Mire, le aseguro que no voy a aceptar el premio o lo que sea, sin saber el origen de este agasajo. Conoce mi número de teléfono. Llámeme cuando disponga de la información que le pido.

Acto seguido, agarró a Sara por el brazo y salieron por la puerta del establecimiento.

Carlo y Sara subieron al viejo Alfa Romeo de vuelta a casa. Por el camino, el italiano que había dado un giro a su vida para enfrentarse al mundo por sí sólo, daba vueltas al asunto. Desheredado, desprovisto de vínculos familiares, Carlo se resistía a creer que se tratara de su padre. Pero ¿y si, en efecto, Luciano Capossi había decidido romper esa barrera?

– ¿A ti que te parece? –preguntó a Sara, enfrascado en sus pensamientos. ¿Querrá el viejo Don Luciano congraciarse conmigo?

–Cariño, a estas alturas es un poco tarde ¿no? Además, me parece ingenuo por su parte que pretenda arreglar así las diferencias familiares.

Una duda razonable surgía como un rayo de esperanza en la mente del italiano.

 

–Ya veremos, Sara. Ya veremos.

Tras la precipitada salida de Carlo, los tres empleados del concesionario se quedaron allí de pie observándose unos a otros. El que parecía el jefe, que no intervino en ningún momento de la conversación, se dirigió al vendedor con un rápido gesto:

–Localízame al caballero del bastón metálico, el Señor…

–Eric… Van Möeller. Sí, al instante.

La voz de Eric resonaba en tono quejumbroso a través del altavoz del «manos libres». Por lo demás en el despacho del director del concesionario reinaba el silencio.

–Así que no ha sido capaz de convencer a mi amigo para que lo pruebe… Le había sobreestimado.

–Eh… verá, el Señor Capossi ha sido tajante en su decisión de marcharse. No podíamos impedírselo de ninguna manera. Creo que…

–No le he pagado aún señor San Juan –interrumpió Eric–. Afortunadamente acordamos que le abonaría el importe de la compra cuando usted tuviese la firma de Capossi.

–Permítame decir señor Van Möeller que ahora la pelota está en su tejado. ¿Por qué no le revela su identidad? Más tarde o más temprano se dispondría a hacerlo ¿no?

–Atienda, –el tono de voz de Eric no podía resultar más cortante–. No perderé más el tiempo. Dígale al señor Capossi que tiene a su disposición el coche durante un día para que lo pruebe, sin firmar nada. Yo me encargo de lo demás. ¿Lo ha entendido?

No era la primera vez que ofrecían esa atención a un cliente potencial, por lo que el jefe del concesionario aceptó.

 

De ese modo, a las cinco en punto de la tarde, Carlo se sentaba tras el volante de «la máquina».  Un intenso aroma a tapicería de cuero le envolvió de inmediato.

Sensaciones-al-volante-de-un-Ferrari

Sensaciones al volante de un Ferrari

 

Fue como si se sumergiera en otra dimensión. Todavía resonaban en su mente las palabras de Sara:

–Ve con prudencia, cariño. Esa máquina es como un cohete con ruedas…

–No exageres. Además, lo probaré por la carretera secundaria. A estas horas no hay tráfico.

–No tardes, Carlo.

– ¿Por qué no vienes? El coche admite dos plazas…

–No me apetece, de veras.

–Bueno, no insistiré. Estaré de regreso antes de las seis.

Él la besó en los labios, un gesto que martillearía la memoria de ella durante mucho tiempo.

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Durante años, Sara se repetiría multitud de veces las mismas preguntas ¿Por qué no le retuvo más tiempo? ¿Por qué no se habían dedicado a hacer el amor durante horas, en la intimidad del dormitorio o donde fuera? Si ella hubiese insistido un poco más, lo suficiente para que él…

“Dios, ¿por qué no le quitaste de la cabeza esa locura?”

–Ve con prudencia, cariño…–. Las palabras se desvanecieron en sus pensamientos cuando Carlo giró la llave de contacto.

El bólido rugió anunciando su afán de conquista del asfalto. Quinientos cincuenta caballos de potencia ofrecen muchas posibilidades.

Con tacto muy suave, Carlo introdujo la primera marcha y posó el pie sobre el acelerador. El Ferrari F60 se revolucionó hasta 6500 vueltas y salió disparado hacia la Avenida de América. Al principio le costaba trabajo dominar los envites de la macchina a cada presión sobre el pedal. Después comenzó a sacarle sustancia a la experiencia. Aprendió que debía soltar enseguida el embrague y solo dejar caer el peso del pie. Así consiguió una respuesta dócil del vehículo.

Únicamente cada vez que había de parar ante un semáforo y aminorar la marcha, le parecía que al accionar el freno debía apretar el pedal más de la cuenta. Le sorprendió un poco que la frenada no fuera tan precisa como el resto de los controles.

Tomó el desvío hacia la Nacional Uno, dirección Burgos. Sensaciones nunca antes vividas pasaban por su mente; la excitación de la velocidad, la brutal aceleración…

Un gozo indefinible lo mantenía eufórico.

 

A su cabeza acudían fugaces recuerdos de su infancia en San Gimignano, cuando se escapaba con la moto de su padre para recorrer la adoquinada Vía San Giovanni. A pesar del traqueteo que recorría todo su cuerpo, aquel niño disfrutaba como nadie de la experiencia. El cosquilleo que le subía por los brazos a sus doce años, con la Benelli a sesenta kilómetros por hora, llegaba a erizarle el cabello.

Una excitación similar embargaba sus sentidos al volante de la máquina. Pero esta vez se desplazaba por una autovía recién asfaltada a ciento noventa, con visos claros de alcanzar mucho más merced a la formidable aceleración brindada por el propulsor de inyección multipunto.

Carlo dejó pasar el desvío hacia la carretera de Colmenar donde pensaba visitar las obras del Polideportivo que dos meses antes había comenzado a construir Fakirsa.

Le pareció mejor idea continuar unos poco más.

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Sensaciones al volante de un Ferrari

 

El color rojo fuego de la carrocería relucía bajo el sol de la tarde como un diamante. Carlo deseaba sacarle jugo a aquel proyectil con ruedas. En su muñeca, las manecillas del reloj Swiss Army marcaban las cinco y veinticinco. Necesitaba más tiempo para hacerse con el control del bólido. Habituado al sencillo manejo de su viejo Alfa Romeo 95, le llevaría un buen rato domar a este pura sangre.

Carlo no había tenido que hacer uso del freno desde que dejó atrás el casco urbano. La retención del motor al levantar el pie del acelerador resultaba más que suficiente para adaptar la velocidad al fluido ritmo con que discurría el tráfico a esas horas.

La ruta le llevaba hacia la zona de la Sierra. Aunque sus picos más altos no se elevaban más allá de los dos mil metros, los barrancos y despeñaderos que jalonaban la carretera imponían respeto a cualquier viajero.

A la altura de la cuesta de El Molar, poco antes de subir el puerto de Navacerrada, Carlo empezó a comprobar, maravillado, la fuerza con la que el propulsor del Ferrari era capaz de impulsar aquel ingenio mecánico.

El velocímetro marcaba doscientos diez kilómetros por hora.

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¿Qué pudo haber inducido a aquel hombre tranquilo, equilibrado y poco amigo de asumir riesgos inútiles, a correr disparado a los mandos de un meteoro?

Sensaciones, quizá. Sensaciones de una intensidad que nunca antes (si acaso en la niñez conduciendo la Benelli verde y plata) había llegado a experimentar.

 –“Es inútil resistirse, ¿eh Carlo? –preguntaba su conciencia–. Total, por una vez que juegues a ser chico malo no has de sentirte culpable”.

 

¿Quién no ha sido atraído por lo prohibido, por traspasar la línea de lo correcto? ¿Incumplir una norma de tráfico? ¡Bah! Su buen amigo el concejal le resolvería la papeleta. Cuantos favores intercambiados. Una sólida amistad. Buen elemento ese Pablo.

Las curvas iban haciéndose más cerradas a medida que Carlo avanzaba por la pista hacia la cadena montañosa. Pisó el freno varias veces. Al igual que cuando circulaba por Madrid, notó que debía apretar a fondo el pedal. Pero ahora apenas podía percibir el efecto de la frenada. Cambió a una marcha más corta. No fue suficiente. El vehículo escapaba por momentos a su control. Un sudor frío humedeció su frente y sus manos. Los nervios empezaron a dominarle y dieron paso a una rigidez que le atenazaba los brazos y las piernas. Un letrero indicaba en negro sobre blanco la leyenda «Robregordo, 10 Km».

La siguiente curva hizo que el Ferrari sobregirara de la parte trasera.

Casi fuera del arcén, el conductor consiguió enderezar la trayectoria. El rugido del motor fue una clara protesta ante la subida de revoluciones provocada por la reducción de marcha. Dominado por la desesperación, a Carlo le importaba poco forzar el motor, pasarlo de vueltas o que saliera ardiendo. Pugnaba por salvar la vida y para ello había de frenar. Frenar como fuese. Durante un instante que le pareció una eternidad, Carlo trató de arrimarse a la pared rocosa de la montaña, cortada por la carretera en varias zonas.

Se hallaba en las estribaciones de la Sierra madrileña, hendida por la Nacional–I como si un hacha descomunal hubiera asestado un tajo formidable.

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Sensaciones al volante de un Ferrari

 

– ¡Dios, ayúdame! ¡Dios, ayúdame! –repetía para sí.

Pretendía rozar el lateral rocoso en un loco intento de reducir la velocidad. Entró en una curva pronunciada, en forma de horquilla. Salir de ella a ciento ochenta kilómetros por hora resultó ser una empresa imposible. La angustia de Carlo le llevó a la memoria la imagen de Sara.

– “Cariño, estoy perdido. Recuérdame… siempre”.

Esas palabras cruzaron su mente tres segundos antes de romper el pretil. El coche rebotó contra la roca y salió despedido hacia el lado opuesto de la calzada girando sobre sí mismo. Rebasó el borde del precipicio llamado Barranca del Toro, a trescientos metros sobre el suelo y siguió girando mientras surcaba el aire en un recorrido mortal que terminó aplastándolo contra las grandes rocas del fondo.

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