Un remedio milagroso. Cap. 17 de «Sangre…»

 

Este es el episodio 17 de la saga que escribimos entre mi amigo Arenas y yo en el que os invitamos a que aportéis en «Comentarios» vuestra opinión sobre lo siguiente:

¿Quién está detrás del «asesino del disparate», también conocido como el de la navaja toledana o del tajo en la yugular?

 

Ver capítulo anterior


 

Un remedio milagroso

 

Este episodio ha sido escrito por:

 

(Arenas)

Cuando cinco años atrás Celestino Calamuelas sufrió un ictus cerebral isquémico leve, quienes le apreciaban respiraron aliviados tras comprobar que prácticamente no le iban a quedar secuelas.

Quince días después, todo fue bien distinto. Un nuevo ictus, en esta ocasión de carácter hemorrágico severo, tuvo consecuencias desastrosas en su cerebro. El ingreso del profesor en un establecimiento especializado se hacía imprescindible. Allí recibiría los cuidados que su irreversible estado exigía.

Como Celestino no tenía familia, Primitivo Pérez y Andrés Poveda fueron los encargados de tomar las decisiones pertinentes para su traslado a un centro dedicado al cuidado de ancianos con trastornos cognitivos, eligiendo el más prestigioso de la ciudad, regentado por Nicomedes Moraga.

Los dos científicos tampoco habían constituido familia propia. Sin duda como consecuencia de las exigentes normas que para sus trabajadores establecía el CNIA, lo que les convirtió en modernos monjes cartujos separados del mundo exterior, dedicados en cuerpo y alma a su solitaria labor de investigación.

Entre Celestino y sus dos antiguos alumnos se había establecido un fuerte vínculo paternofilial. Se hicieron habituales entre ellos las reuniones para celebrar cumpleaños o cenas de navidad. Aunque los asuntos del CNIA eran materia reservada, Primitivo y Andrés tenían al tanto al «padre espiritual” sobre sus descubrimientos científicos, porque la fe en su reserva era ciega. El profesor estaba ciertamente orgulloso de ellos, a pesar de lo cual a veces les reprendía por rebasar lo que consideraba «límites éticos de la ciencia”. Aceptaba con agrado los descubrimientos en lo relativo a la materia inorgánica, pero la experimentación con seres humanos era asunto que repudiaba. Siendo persona muy creyente, consideraba que la obra de Dios es intocable.

Ellos recibían con cariño sus reprimendas. Le intentaban convencer con sumo tacto de que su punto de vista era anticuado, que a los descubrimientos científicos no se les puede poner freno, que la ciencia no tiene ideología ni es buena o mala “per se”.

El profesor solía terminar estas charlas con una frase que a Primitivo y Andrés les hacía reír.

 

–No pretendáis que yo, que he pasado la vida arando con borrica, suba a vuestra nave espacial. Para mí ya no hay billete en ese viaje.

El grupo de Pérez y Poveda no sólo se dedicaba a la clonación humana. Una rama importante de sus investigaciones era la lucha contra dolencias como el cáncer o el Alzheimer.

Respecto de estos asuntos, Celestino consideraba que la batalla para erradicar enfermedades resulta legítima, aunque preservando siempre el sagrado principio de la dignidad del ser humano. Era radicalmente contrario a la prolongación artificial de la vida.

 

Después de quedar hecho un guiñapo como consecuencia de sus accidentes cerebrales, en los discípulos de Calamuelas germinó una idea que no abandonaba sus cabezas. Había llegado el momento de pagar al maestro algo de lo mucho que le debían. Aunque conociendo su forma de pensar, no sabían cómo abordarlo.

Pasados un par de meses desde la fecha de ingreso de Celestino en el Centro de Mayores, en una de sus habituales visitas decidieron agarrar el toro por los cuernos.

–Profesor –se atrevió a decir muy nervioso Andrés–, hoy queremos hablarle de algo que para nosotros es muy importante.

–Algo que puede cambiar totalmente su vida, profesor –continuó Primitivo más nervioso aún.

El profesor, en su ya sempiterna silla de ruedas y conociéndoles como les conocía, hizo un ostensible gesto de contrariedad pareciendo adivinar el asunto del que venían a hablar.

–No ponga esa cara, permita que le contemos –dijo Andrés–. Usted ha tenido noticia de todos nuestros proyectos de investigación. De hecho ya le habíamos hablado antes de este tema. En el CNIA estábamos muy cerca de conseguir un fármaco para frenar el envejecimiento cerebral. Pues profesor, ¡al fin lo hemos logrado!

Celestino hizo un inequívoco gesto, como queriendo gritar: Pues muy bien, ¿y a mí qué?

–Pero espere, que hay más –prosiguió Primitivo–, este fármaco no sólo frena el envejecimiento cerebral, ¡lo puede revertir! Y ahora viene lo más importante, porque esto puede suponer la solución a su actual situación de postración. También está indicado para regenerar los tejidos cerebrales tras los daños sufridos por un ictus.

Al escuchar esta última frase, Calamuelas elevó los hombros en un intento de mover sus inertes brazos. Al no poder, comenzó a realizar ostensibles gestos de negación con la cabeza, mientras Pérez y Poveda continuaban defendiendo con ardor su propuesta.

–Profesor, conocemos sus ideas contrarias al uso de la medicina más allá de lo que usted siempre ha llamado «lo razonable”, pero ahora déjenos recordarle una de sus frases de siempre. “Hay que preservar la dignidad del ser humano por encima de todo”. La defensa del derecho inalienable a preservar la dignidad personal, ¿verdad profesor?, ¿y no cree que también puede existir el derecho a restablecer la dignidad perdida?

–¿En qué consiste la dignidad personal, profesor? Nosotros tenemos a ese respecto una conclusión clara: nos gustaría recuperarle. A usted, al de siempre. Le echamos rabiosamente de menos.

–Con este sencillo tratamiento, en dos semanas estará totalmente restablecido. Volverá a ser usted, pudiendo incluso alcanzar la capacidad que tenía su cerebro a los cuarenta o cincuenta años.

–Le pedimos únicamente que lo medite. Y como no queremos obligarle a nada, hemos ideado un original sistema para que sea usted mismo, si decide hacerlo, quien se administre el fármaco. En este maletín están ordenadas las 20 tomas necesarias. Lo hemos dotado de un mecanismo de apertura que se activa con su huella visual. Si decide ingerir el medicamento, solo tiene que colocar su ojo en el dispositivo. Cada comprimido está depositado sobre un mecanismo elevador que le facilitará la autoadministración.

A esas alturas, el profesor se encontraba ausente de la conversación, con la cabeza ladeada hacia la izquierda y negándose a mirar la cara de sus discípulos.

Tras unos minutos, Pérez y Poveda se despidieron, mientras Calamuelas continuaba en la misma postura. Tenía unas tremendas ganas de agarrar el dichoso maletín y tirarlo por la ventana, o mejor aún, estrellarlo en la cabeza de sus antiguos alumnos. Pero no lo podía hacer. Y no lo hizo.

 

 

Eurípides Pascal había logrado sin mayor dificultad su nombramiento como presidente del Gobierno en funciones. Siendo el número dos del gabinete, era lo lógico. Pero ahora tenía delante de sí una labor bastante más complicada: ser designado candidato presidencial por el partido Granate de cara a los inminentes comicios electorales. Debería mover sutilmente muchos hilos, y hacerlo con rapidez. Sospechaba que el vacante Nadal estaría acelerando sus disparatados planes de regreso «en olor de multitudes”. Ser más rápido que él resultaba primordial. En el partido había múltiples facciones, por lo que obtener el beneplácito de la mayoría iba a ser tarea ardua.

Contaba con el respaldo de sus fieles de siempre, que no eran pocos, pero todos aquellos a los que Abdón Monegal había sometido a sus despóticos caprichos no eran menos, y a buen seguro continuaban abducidos por los malévolos influjos del abyecto bachiller. Sabía que todos esos, si Prometeo aparecía pronto en escena, le seguirían ciegamente como las ratas al flautista del cuento.

Pascal acudió esa mañana al Palacio Real para comunicar a la reina Fabiola los nombres del nuevo gabinete ministerial, así como su programa de gobierno.

El Mayordomo Real lo acompañó hasta la dependencia donde le esperaba Fabiola II. Lo presentó a la misma con la pompa y boato que exigía el estricto ceremonial palaciego. Hecho esto, dio un exagerado giro de 180 grados sobre sí mismo y se marchó.

Eurípides comenzó notificando la identidad de los miembros de su equipo ministerial. Explicó a la monarca que, dado el exiguo tiempo restante de legislatura, había preferido mantener en el gabinete a la mayor parte del antiguo equipo, salvo dos nuevas incorporaciones de su absoluta confianza. Así mismo le confesó que se había permitido la licencia personal de nombrar a un miembro de su propia familia como secretaria personal, en la línea de lo que Monegal había sido para Nadal. Con la diferencia, dijo, de que esta persona era verdaderamente brillante. Se trataba de su sobrina, Aminda Pérez.

 

–Majestad, este nombramiento es muy importante para mí. Se trata de alguien de mi absoluta confianza. Sólo necesitará mirarme para saber lo que quiero.

–Mi muy querido presidente Eurípides, admiro la prudencia con la que se ha guiado en la conformación del nuevo gabinete; muestra usted unas cualidades de buen gobierno que siempre he aplaudido. Pero el nombramiento de su sobrina, en efecto, puede levantar ampollas, y permítame que utilice una frase coloquial: no está el horno para bollos.

–Majestad, debe saber que no la he elegido por ser mi sobrina, sino por ser alguien muy especial para mí y por su amplio conocimiento de la «cosa pública”. No le voy a negar que, dadas las especiales circunstancias de mi nombramiento, necesito a alguien como ella a mi lado. Sé que nadie como Aminda apoya mis planes para estos meses de buen gobierno.

–De acuerdo entonces. Así sea si así le parece…

–Majestad, si me lo permite hablaré sin tapujos. Prometeo Nadal estaba acabado. El descrédito al que había llegado entre la ciudadanía era tremendo. Siempre se negó a reconocerlo. Vivía en una burbuja de la que era incapaz de salir. Y la actitud del bachiller Monegal, riéndole siempre las gracias, no ayudaba en nada a que la situación cambiase. Pretendo frenar esa espiral diabólica, gobernando con la mesura y moderación que a él siempre le faltó. No quiero hacer la competencia a su majestad, Dios me libre, el pueblo la adora con toda justicia. Pero sí espero obtener el respeto de los ciudadanos al desarrollar mi tarea pensando en ellos, nunca dándoles la espalda como hasta ahora sucedía.

–Realmente sus palabras me llenan de orgullo y satisfacción.

–Majestad, le confesaré una cosa. Nunca he sido monárquico, pero sí soy «fabiolista”.

–Oh, muchísimas gracias.

–Me gustaría devolver a la política aquellos principios morales de otros tiempos, que hoy considero perdidos. El espíritu de los años del consenso, cuando los gobernantes se ocupaban de las cosas que afectaban verdaderamente a la gente.

–Oh, muchísimas gracias.

–Pretendo adoptar una batería de medidas muy populares, de manera que el pueblo olvide en pocas semanas la nefasta gestión de mi antecesor y esa negrura que rodeaba todo lo que él y Monegal tocaban.

–Oh, muchísimas gracias.

–Majestad, ¿le ocurre algo?

–Oh muchísimas gracias, oh muchísimas gracias, oh muchísimas gracias…

Eurípides miraba incrédulo a la reina, era evidente que algo rarísimo le ocurría. Su comportamiento le recordó a aquellas muñecas a pilas de su niñez, que cuando se escacharraban repetían una y otra vez la misma cantinela.

–Majestad, ¿está usted indispuesta?

Al decir esto, la reina se tiró un tremendo pedo y acto seguido perdió el sentido.

Eurípides no daba crédito a la situación que estaba viviendo. Sólo se le ocurrió gritar pidiendo auxilio.

Pasados unos segundos, que se le hicieron eternos, apareció el Mayordomo Real en compañía de cuatro individuos ataviados con extraños uniformes. Portaban una camilla en la que subieron raudos a la reina y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, sin decir palabra.

A pesar de la fugacidad con que se desarrolló la escena, a Euripides le dio tiempo de ver algo que le heló la sangre. En aquellos uniformes aparecía serigrafiado un logotipo que no le era en absoluto desconocido. ¡El logo de la clínica Private-Corp!

 

 

Guillermina Conrado no tenía intención de pasar por su despacho aquella tarde. Se había echado un buen siestón sadomasoquista con José María Índigo que la había dejado exhausta. Pensaba vaguear desnuda en su piso de Castellana hasta el día siguiente, pero la llamada del sargento Pereira trastocó sus planes. Su ayudante le comunicó que un señor, con aspecto de no estar de broma, la quería ver al objeto de revelar algo que aseguraba crucial para resolver la autoría de los crímenes que tenían en jaque a todo el país. No había nada más importante para Guillermina que su trabajo. Por eso, incluso aunque se pudiera tratar de una broma, se fue en un suspiro para la Comisaría.

Nada más llegar, hizo pasar a su despacho a Pereira y al individuo en cuestión.

 

–Buenas tardes, inspectora Conrado –dijo el desconocido–, agradezco enormemente que se haya tomado la molestia de acudir a mi llamada, le aseguro que lo que le voy a decir es absolutamente cierto por muy improbable que le parezca.

A la Conrado le llamó la atención la energía con que aquel elegante sujeto se expresaba. Desprendía una fuerza extrañamente desbordante, sobre todo considerando que, por su aspecto, debía haber rebasado ya con creces los ochenta años de edad.

–Y bien, hable sin más dilación, de qué se trata.

–Inspectora Conrado, no me andaré con rodeos. Abdón Monegal está vivo.

–¡Vaya por Dios Pereira!, me has engañado al decir que este señor parecía serio. ¿Se quiere cachondear usted de nosotros? Caballero, eso que dice es imposible. El cadáver de Abdón Monegal se encuentra a buen recaudo en la morgue de este edificio.

–Inspectora, lo que tienen ahí abajo puede ser un clon como una catedral.

–¿Un clon? –dijo Pereira poniendo cara de tonto–, ¿y eso qué es?

–Señor mío –dijo indignada Guillermina–, esto es inadmisible, viene usted soltando semejante barbaridad sin prueba alguna, y además sin presentarse.

–Perdóneme inspectora, tiene toda la razón. Mi nombre es Celestino Calamuelas.

 


 

Y hasta aquí llega el decimoséptimo episodio de esta saga. En breve publicaré el capítulo siguiente.

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Te deseo salud y suerte en la vida.

 

Nota: todas las imágenes de este post incluida la portada las he elaborado desde la página  bing.com/images/create/ a no ser que se indique otro origen en el pie de foto.

9 Comentarios
  • Miguel Ángel Díaz Díaz
    Posted at 19:30h, 02 agosto Responder

    Hola, Marcos,
    Entre Arenas y tú no dejáis de sorprendernos con esta historia. Seguiré atento los capítulos siguientes.
    Un fuerte abrazo 🙂

    • marcosplanet
      Posted at 16:36h, 03 agosto Responder

      Muchísimas gracias por ser un fiel seguidor, Miguel.
      Un fuerte abrazo.

  • Federico
    Posted at 18:50h, 30 julio Responder

    Parece ser que el truco del clon se ha destapado. Estoy impaciente de saber que pasará ahora. Saludos

  • Mercedes
    Posted at 13:00h, 22 julio Responder

    Hmmm, o sea, que Don Celestino se tomó el elixir de sus alumnos al final ¿no? ¿Qué le haría cambiar de opinión? ????

    • marcosplanet
      Posted at 21:30h, 22 julio Responder

      Pues un momento de lucidez bien aprovechado.
      Saludos Mercedes!

  • Nuria de Espinosa
    Posted at 16:44h, 20 julio Responder

    La trama sigue avanzando. Un clon de Abdón Monegal? Intriga, misterio y evolución están servidos. Interesante como siempre. Un abrazo

  • Flossy
    Posted at 13:50h, 20 julio Responder

    Aunque no siempre comente, sigo esta saga tuya y ya estoy esperando la próxima entrega.
    Un abrazo, Flossy

    • marcosplanet
      Posted at 21:15h, 20 julio Responder

      El próximo episodio está muy próximo.
      Gracias Flossy.
      Un abrazo.

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