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La buhardilla del olvido

 

La vivienda de Edewaldo contaba con desván y buhardilla. El primero de ellos servía de despacho y cuarto de estudio.

La buhardilla era el guardián de las reliquias, donde aquellos objetos que en otro tiempo habían servido de alguna utilidad yacían olvidados en montones informes o dispersos por muebles de madera raída, donde las telarañas y el polvo más persistente cohabitaban en desastrada compañía.

Ede, como le conocían las personas más cercanas de su vida, había acumulado allí todo aquello que le trajera recuerdos que deseaba borrar y experiencias de vida de las que no se sentía especialmente orgulloso. La madre era el pilar realista de su día a día, apoyándole en las tribulaciones terrenales, proporcionándole bienestar, en una palabra.

El padre había abierto otro camino para Edewaldo, una conexión muy valiosa que les había mantenido estrechamente unidos hasta el fallecimiento de su progenitor, mucho tiempo atrás. Ambos habían mantenido largas conversaciones en la buhardilla, un espacio de retiro espiritual para el padre, quien usaba aquel escenario para invocar los más recónditos conocimientos acumulados en su mente tras muchos años de lectura. El erudito se había entregado al estudio de manuscritos cuyos autores nunca habían gozado del aprecio de los controladores de lo moralmente correcto.

Los censores que a lo largo de los siglos han cerrado el candado de muchas obras marginadas, habrían clasificado de condenable el patrimonio literario de Abraham.

El “Libro de Dzyan” está considerado el libro más antiguo del mundo. Aunque son suposiciones, se trataría de un texto de origen tibetano. Sus autores habrían vivido en la Tierra «hace muchos millones de años»… Se dice que contiene «Las Estancias de Dzyan», texto que sirvió de base para escribir «La doctrina secreta», una de las teorías fundacionales del movimiento teosófico de la escritora Helena Petrovna Blavatsky.

Este escrito mágico era para Abraham la joya que más celosamente debía guardar. Edewaldo rememoraba en uno de esos recuerdos candidato a ser borrado, el momento en que, sin que Abraham se enterara, había seguido los movimientos de su padre en el interior de la buhardilla. Le había visto introducir el añoso manuscrito en el interior del mismo mueble de madera que ahora, cuarenta años más tarde, estaba siendo roído por la carcoma.

Muchos han afirmado en el pasado que las pocas personas que aseguraron haberlo leído perdieron la cordura y murieron, víctimas de terribles alucinaciones.

Edewaldo se encontraba inmerso en una de sus pretendidas sesiones de catarsis a la fuerza, en las que intentaba sacarse de dentro el mal espíritu que lo atormentaba durante décadas. Había decidido acompañar su melancolía con una botella de buen Brandy Lepanto Oloroso Viejo. Esa noche esperaba poder conjurar el mal de su memoria, tenía un presentimiento soterrado que parecía estar aflorando en superficie. Nada parecía poder perturbar la solemnidad del momento, algo que había conseguido sin ser consciente, como si aquel atardecer de noviembre sus pasos le hubieran conducido ciegamente a aquel espacio caótico de la buhardilla.

Se sentía mortificado, más que nunca, por ese sentimiento de culpa que había creado un sólido cimiento durante décadas, desde la desaparición de su padre caído en manos de un ataque al corazón fulminante.

Los médicos no supieron nunca el motivo, pero Edewaldo se culpaba desde entonces de haber sido el sobresalto que su presencia produjo en su padre la causa del ataque. Cuando le siguió hasta la buhardilla viéndolo esconder el libro prohibido, Abraham percibió la presencia de su hijo y pudo mirarle a los ojos en los últimos instantes de vida.

Un olor ácido y picante había permanecido en la estancia donde sucedió el fallecimiento, lo que llamó la atención del huérfano pero no la de su madre. En su visión práctica y materialista de la realidad, la madre no era capaz de percibir detalles como ese. Edewaldo no lo podía entender. ¿Cómo no podía su madre captar nada? Era una esencia que traía evocaciones de otras épocas, del olor de libros antiguos encuadernados con duras tapas labradas con relieves y figuras que los hacían amenazadores incluso a los ojos de los menos formados.

Una tercera copa de brandy trasladó a Edewaldo el sabor de lo antiguo, ayudándole, o quizá eso creía él, a percibir señales más nítidas de la historia de aquel lugar. La buhardilla callaba aún los secretos que pudiera guardar.

«Mi madre no es tan simple, debe haber sabido algo después de tantos años de ver custodiar a mi padre esos libros antiquísimos. Mi madre podía entrar en la buhardilla cuando quisiera. Ella tenía una llave y la vi acceder a aquel santuario en ocasiones, cuando pensaba que ni el ni yo estábamos rondando».

» Supongo que, en su limitado conocimiento de los libros ocultos, mi madre no hubiera podido identificar ningún ejemplar sospechoso de encerrar conjuros peligrosos ni nada de eso. Se limitaría a hojear algunos ejemplares sin poder comprender lo que contenían por estar escritos en lenguas ignoradas por los mortales.

Aquella casa se había caracterizado por guardar bien los secretos de Abraham y su afición por oscuros textos indescifrables, excepto aquel momento en que vio ese resplandor anaranjado como la llama que produce al arder el sarmiento. Edewaldo quedó paralizado. Un fogonazo de procedencia desconocida asaltó sus sentidos apoderándose de ellos. El pánico asedió su mente como un ariete imparable que chocaba con su cordura una y otra vez, una y otra vez…

Algo diferente tomó forma en la oscuridad de la habitación. El fulgor indefinible surgió de un rincón donde quedaban reflejados los perfiles deformes del mueble corroído por la carcoma. Acababa de caer el crepúsculo vespertino bajo el influjo de una noche sin luna. Los relieves de tanto trasto acumulado en la buhardilla ofrecían un aspecto desdibujado por el resplandor inesperado. Una lengua de fuego pareció desprenderse de la superficie del mueble oscuro como si fuera lava fundiendo todo a su paso.

Edewaldo soltó su copa y se puso en pie de un salto dando un paso atrás por puro acto reflejo.

–Llevas mucho tiempo atrapado en el recuerdo de lo que sucedió aquella tarde, Edewaldo –dijo una voz rota por ecos guturales que parecían provenir de ultratumba. –¿Qué estás dispuesto a hacer para borrarlo?

Un olor ácido y picante envolvía la estancia. Ede sacó fuerzas de flaqueza para permanecer en pie e intentar asimilar qué era aquello que empezaba a dibujarse entre las grietas de la pared, una sombra negra que se extendía como una mancha de tinta. La sombra se puso en movimiento mediante lo que parecían las terminaciones de tejidos desgarrados intentando aferrarse a una superficie sólida. A medida que se extendía la mancha, esta se iba desprendiendo de la pared y avanzando hacia él. Sonidos angustiosos indefinibles desgarraban el espacio donde un Edewaldo absorto en la escena intentaba no perder del todo la cordura.

–No… eres… real. ¡No estás aquí! ¡Vete de mi vista engendro del infierno!

–De allí provengo, sí. Desde allí me trasladé aquella tarde en la que tu papá, Abraham ¿verdad?, intentaba descifrar aquel libro.

La cabeza de Ede no podía procesar aquella experiencia de una sola vez. Necesitaba un momento de aliento al menos para saber si estaba sufriendo una pesadilla o qué.

La sombra de una mano gigantesca en forma de garra se desplazó veloz hacia Edewaldo. El morador de la oscuridad emitió una escalofriante carcajada.

–¡No pienses que te vas a librar de esta, insignificante mortal! –gritó con aquella voz cavernosa que parecía haberse abierto paso a través de las llamas del Hades.

Cuando todo daba la impresión de sumergirse en un vórtice poderoso que absorbía lo que les rodeaba, una aparición en forma de figura humana de aspecto afable se manifestó a espaldas de Edewaldo. Su voz le resultó familiar.

–¡Atrás Satán! ¡Vuelve tus pasos por donde has venido y quédate en el averno!… –. A continuación, el recién llegado pronunció otras palabras.

– ¡Exi hinc, redi ad infernum et noli redire!

–Papá, ¿Eres tú? –murmuró Edewaldo mientras un rayo de luz diáfana y pura como el cristal de roca inundaba la habitación.

El autor del conjuro esperó hasta que el último rastro de la sombra demoníaca abandonara aquel espacio que durante tantos años había estado impregnado por energía negativas y recuerdos deprimentes.

Una vez disuelta la amenaza, el conjurador se encaminó hacia donde se hallaba Edewaldo, que se había aferrado a la única columna que había en la habitación.

–Hijo mío, has pasado muchos años lamentando ser el causante de mi muerte. Nada de eso sucedió. Cuando me viste caer ante tus ojos al sorprenderme aquella tarde en esta habitación del mal, el motivo fue que acababa de sufrir un infarto ante la visión de la misma presencia maligna que acabamos de eliminar.

» Yo había llegado a traducir un capítulo clave de aquel manuscrito perseguido, “El libro de Dzyan”. Lo que descubrí no me sirvió para nada entonces, pues mi muerte fulminó cualquier esperanza. Pero el mensaje era claro. Se trataba de la única forma de eliminar el mal que asola a este mundo.

–Padre, ¿de verdad fue así? ¿Aquel suceso es el responsable de la losa que he tenido siempre sobre mi conciencia?

–Así es, hijo. Y lo que ahora te voy a revelar es lo que descubrí en aquel mensaje oculto en el “Dzyan”.

 

Edewaldo escuchó las palabras que salían de la boca de su padre con creciente ansiedad.

 


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EL ESPACIO

 

Esta es mi aportación al Vadereto del mes de noviembre cuya organización comparten en esta ocasión nuestro amigo José Antonio Sánchez y Cristina Rubio.

Se trata de escribir un relato de terror, imaginando cualquiera de los siguientes escenarios:

Un cementerio, un bosque tenebroso, una casa maldita, un castillo, una buhardilla, un sótano o un armario. Aunque la historia puede desarrollarse en cualquier otro lugar de nuestra elección.

Este es un vídeo elegido por mí con la melodía que, por sugerencia de los convocantes, debe figurar como acompañamiento de esta lectura:

Video Duran Duran – Danse Macabre (Official Music Video):

 

 

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