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Un soñador en Nueva York

 

UN SOÑADOR EN NUEVA YORK

 

Deseo escapar por unos momentos de los rótulos luminosos. Mi objetivo es alcanzar un observatorio con el que sueño desde hace mucho. No sabría precisar cuántos años he sentido la llamada de esta ciudad, y de ese lugar en especial. Es como una invitación a un evento crucial que nunca he podido atender.

Salí a pasear envuelto en la idea de que ha sido el motor de este viaje, tan imaginado, y sin embargo tan vivo, anhelando descubrir mi refugio, mi parcela visual, un espacio real de recogimiento.

Me he alojado en un hotelito de la calle 35, esquina con la Quinta Avenida, donde ofertaban cinco noches a un precio irresistible. Nunca me veré en otra.

Camino por la Quinta y decido comer en el Keens Steakhouse de la calle 36, en lugar de un ramen en el Ton Chin New York. El Keens está unas pocas manzanas al norte del hotel, hacia la Sexta Avenida. Un gran tigre de bengala preside el salón principal, junto a innumerables fotos enmarcadas de ilustres visitantes.

Hay una gran colección de más de 75.000 pipas tipo sacristán cubriendo el techo de la sala. Su diseño con una boquilla muy larga permitía al usuario no tapar su línea de visión mientras leía, lo que se asociaba en siglos pasados a los sacristanes que fumaban en pipa, lectores habituales de textos religiosos. Todo esto me lo contó Marck, un amable camarero.

Estas pipas son un elemento icónico del restaurante y según me informó Marck, forman parte de una tradición que se remonta a Inglaterra en el siglo XVII, donde los viajeros solían dejar su pipa de arcilla en su posada favorita.

Es un ambiente un poco falto de luz natural y decoración demasiado clásica para mi gusto, pero huele de maravilla la barbacoa. Tomo con mucho gusto unos cortes de carnes con un sabor que deja huella.

Tras disfrutar de la comida, sigo mi camino por la Quinta Avenida, sintiendo el bullicio de la ciudad, hasta que capta mi atención un gimnasio con tienda de vitaminas y proteínas, un estudio de tatuajes al pasar por la calle 36, restaurantes orientales, una “Tattoo piercing Academy al cruzar la calle 38…

Paro en una peluquería. Me atiende una persona de habla hispana. Charlamos sobre el ambiente en Midtown Manhattan, con sus transeúntes afanados y turistas asombrados.

Vuelvo a la Quinta con bastante alivio en la cabeza. La cercanía de Central Park me conecta con mi querida naturaleza, para revivir, intentar encontrarme a mí mismo y rezar por conseguirlo en esta visita a la nueva York.

Pero dejo atrás el parque buscando algo más. Sigo mi itinerario entre esos rascacielos típicos, impresionantes sin duda. Me dejan absorto esos altísimos hoteles y las torres de apartamentos.

Me indicó el peluquero que el Midtown se extiende por toda la isla de Manhattan, en un espacio enmarcado por el East River al este y el Hudson al oeste. Yo voy subiendo hacia el Norte.

Mi vida discurre entre los vaivenes de haber cumplido ya muchos años tropezando con las aristas de la experiencia. Necesito disfrutar de la tranquilidad que da la contemplación de un paisaje que Nueva York ofrece limpiamente, sin los innumerables anuncios de neón y el frenesí de miles de coches y ciudadanos circulando de aquí para allá. Ese paisaje no es Central Park. Ya lo dejé atrás.

Tampoco es el observatorio Top of the Rock del Comcast Building, ni el local que ofrece el entretenimiento del mayor teatro de Nueva York, que es el Radio City Music Hall, piedra angular del mundo del espectáculo, aunque lejos de mi sueño. Lo que yo busco no está ahí.

He llegado al lado Este de la Quinta Avenida. Desde aquí puedo ver el Rockefeller Center, en el corazón de Midtown Manhattan, entre la Quinta y la Sexta y las calles 48 y 51. Desde este punto puedo observar los icónicos edificios, la estatua de Atlas y la famosa pista de patinaje.

Sin embargo, mi deseado observatorio se localiza en la terraza del 620 Loft & Garden. Es el ático de una de las torres del Centro Rockefeller. Allí respiro un aire diferente, fresco y húmedo; la atmósfera está cargada de recuerdos y deseos que se entrelazan en el tiempo.

A mi alrededor se extiende un jardín con estanque, pequeñito, acompañado de parterres poblados de vistosas caléndulas, hortensias, lavanda…

Suena un chorrito acuoso que brota de la fuente central de la azotea. El borboteo me traslada a aquel manantial de la Ruta de la Reconquista, en el corazón de los Picos de Europa. Es la llamada de la naturaleza, siempre tan presente en mi.

Soy consciente de la gran urbe que me rodea, lejos de pradales y cumbres. Discurro ahora por crestas y valles de mi imaginación, recordando mi reciente paseo desde el sur del Midtown.

Y veo el contraste final, el colofón ideal de mi viaje. Es la catedral de San Patricio, dominando buena parte del Lado Este de la Quinta Avenida, rodeada de gigantes de hormigón, cristales y acero.

Es hermosa la catedral. Me reconforta admirarla en su desafío delirante entre colosos. Estos me traen a la mente el reto que el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha lanzó sobre aquellos molinos de viento…

 


 

El relato que acabáis de leer es mi participación en el:

CONCURSO DE RELATOS XLVIII ED. «CAPERUCITA EN MANHATTAN» DE CARMEN MARTÍN GAITE

Lo convoca Marta Navarro y los requisitos para participar se encuentran aquí.

Espero que os haya gustado esta historia.

¡Hasta la próxima!

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