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El Refugio del Botánico

Tiempo de lectura seis minutos

 

 

Una casa de tres plantas en medio de un gigantesco jardín junto a un bosque de hayas y robles es un hábitat donde puedes encontrar una rica variedad vegetal: el sauce, el tilo, el castaño, los alisos, el abedulillo, los robles de invierno, el álamo, la magnolia…

El roble de invierno puede alcanzar hasta 45 m de altura y habita las laderas y faldas de las montañas, como es el caso del terreno donde Gerardo vive y alimenta su altruista entrega a la madre naturaleza.

Gerardo habita una hacienda en propiedad que recuerda a una casa clásica de la campiña inglesa. Está dotada de tres plantas con fachadas llenas de ventanales y una balconada a cada lado de la fachada principal.

Delante de esta, se abre diáfana una pradera muy amplia que riega de color la casa en cualquier época del año. Su dueño se ocupa de que así sea pues siembra todo tipo de flores, injerta distintas especies arbóreas y cuida del entorno para que ofrezca un lado que refleje un espacio vivo.

Para Gerardo no supone esfuerzo mantenerlo todo controlado para que su mundo vegetal luzca en todo su esplendor. Tiene sus preferencias, pero no muy acusadas. Le atrae especialmente una planta denominada “Lluvia de oro”, un lindo árbol ornamental que ha de plantar de forma aislada cuya dura madera es sustituta del ébano.

 

Sin embargo, el botánico es consciente de que todas sus partes son tóxicas y que la ingestión de sus semillas es mortal.

Conoce tal número de especies que se siente muy seguro identificándolas y no suele dudar a la hora de extraer las esencias que luego transforma en sustancias curativas en el laboratorio del invernadero.

El estilo de vida que decidió mantener a raíz de la muerte de su madre un año antes, le estaba recomponiendo como persona y reactivaba su espíritu hermanándole cada vez más con la naturaleza.

El botánico recorría grandes trayectos que le llevaban hasta las altas montañas del cañón de Añisclo en pleno pirineo aragonés. El que más le gustaba era el que conducía a los altos de la Ripareta, un enclave de vistas privilegiadas sobre el cañón, cuyo fondo había esculpido el río Bellós durante millones de años.

El sinuoso camino que seguía Gerardo en esa ruta pasaba por el desfiladero de las Cambras. Un camino en herradura que desciende hasta el intrincado puente de San Úrbez, elevado 30 metros sobre el río. Su objetivo consistía en detenerse y meditar ante la entrada a la ermita rupestre de San Úrbez, santo y pastor que vivió en esta cueva en el siglo VIII.

La desaparición de su madre supuso para Gerardo una especie de resurrección, como si el afán por crear un bello jardín intentara compensar esa ausencia. Hasta ese momento él daba clases de Zoología y Botánica en la universidad y disfrutaba realmente con ello. Pero ahí no acababa todo. Vivía una renovación. Bienvenida, catarsis.

Su gran proyecto era cultivar una gran extensión del terreno que sus padres poseían en las afueras de la ciudad, junto a una gran casona. La llamaban «El Refugio».

El hecho de haber conocido a Paola en el penúltimo curso de la carrera universitaria, supuso para Gerardo el primer cambio de rumbo. Ambos empezaron bien pronto a compartir una vida típica en el campus de profesores, rodeados de compañeros que abrazaban la vida intelectual y a la vez una manera de entender la convivencia que resultaba muy afín al medio natural donde se encontraba. El pirineo atrae a los espíritus libres.

 

Las primeras semanas de su estancia en El Refugio fueron exigentes para Gerardo. Un sinfín de viajes con el gran furgón cargado hasta el último centímetro atestiguaban la ingente cantidad de materiales que se vio obligado a trasladar.

Más de cien esquejes de plantas y árboles de jardín de todo tipo, materiales para realizar injertos, mangueras interminables de poliéster trenzado para aguantar la alta presión, válvulas de paso de agua, mil juntas y adaptadores de riego, abono en abundancia, y hasta elementos ornamentales como grava de río, marmolina y rocalla blanca.

 

Cada día transcurrido suponía un avance en su estado de ánimo. El botánico veía claro su objetivo y su mente ya le había dado forma. Extendería el jardín hasta el bosque

La conexión con el bosque era su asignatura pendiente. Llevaría los bordes de la pradera hasta la confluencia con el robledal que conducía hasta el hayedo y acondicionaría los caminos naturales para que atravesaran túneles vegetales, rampas de pendiente moderada y rincones únicos para la contemplación.

Empezaba a crearse un vínculo emocional entre el botánico y los árboles de un jardín que sumaba ya dos hectáreas de superficie. Un perímetro rodeado de lechos de flores quedaba marcado por macizos de plantas perennes o por piedras afiladas encajadas sólidamente.

En uno de sus trabajos de plantación, el botánico se sintió algo mareado y una amenaza de náusea apareció súbitamente.

—Siento que algo me trae el viento, rodea mis sentidos, intenta comunicarse conmigo —pensaba Gerardo en voz alta—. Es como una fuente de energía sin nombre pero que casi, casi me… susurra.

La sensación iba creciendo a medida que Gerardo se adentraba en el bosque, un atardecer especialmente cálido en el que parecía flotar un mensaje. Él descubre algo que le mantendría en un estado de shock semiconsciente durante horas.

—«Vientoo —dijo una voz profunda que parecía salida de una caverna—. Vientoo del Estee, aquel que resopla sobre lo más profundo de los bosques y llena las mentes de pensamientos confusos».

El botánico no consigue recuperar la entereza, pero hace un gran esfuerzo por hablar.

—¿Quién anda ahí? ¿Estás de broma, amigo? Suelta ese megáfono y … acércate –indicó sin tenerlas todas consigo.

–«No te llames a engaño, Gerardo. Soy un arce rojo, mi hojarasca me delata. No es difícil localizarme, amigo. Mido 25 metros de alto y mi tronco es bien grueso».

—No, no es que no te… vea, es que estoy aterrado –consiguió explicar con un temblor que recorría todo su cuerpo.

En el instante siguiente, la enorme copa del arce rojo se removió como queriendo llamar más la atención o a modo de saludo. En una visión que jamás podría olvidar, Gerardo observa asombrado cómo una boca se abre en pleno tronco del arce y sobre ella se moldean dos orificios nasales. Dos ojos que surgen repentinamente de sus cuencas leñosas lo miran con melancolía.

—«Llevo cientos de años esperando poder comunicarme con un cuidador. Así llamamos a quienes han tratado bien a este bosque. Tú eres uno de ellos Gerardo. Amas sin condiciones a todas las criaturas animales y vegetales que moran por aquí. Estás alojado en El Refugio desde hace meses sin ser consciente de que Paola ha quedado atrás en tu vida. Eso dice mucho a tu favor».

—Pero ¿Qué clase de pesadilla es esta? —se cuestionaba el botánico— ¿Una alucinación?

Un rumor sordo que poco a poco adquiría consistencia de tumulto empieza a manifestarse alrededor de Gerardo. Al menos un centenar de árboles agitaban sus copas a la vez creando un fragor que espantaba a los animales.

Ardillas, comadrejas, nutrias salidas de las orillas del río, sapitos y ranas saltarinas formaron un desfile incontrolado que salpicaba de movimiento el bosque y toda la ribera.

—«Te lo has ganado, Gerardo —añadió un tipo de abedul conocido como “llorón”—. Este es el premio a tu dedicación y entrega por nosotros, por todo el bosque que agradecido reconoce tus buenos cuidados».

La voz del abedul retumbaba en un tono casi estridente pues, haciendo honor a su nombre, parecía que gemía de dolor.

Una preciosa jacaranda mimosifolia de copa azul violáceo se erguía sobre sus quince metros de altura para bramar a los cuatro vientos.

¡Gerardo es el guardián!, ¡Gerardo es el guardián!

 

El botánico no podía aguantar más aquel despropósito, por lo que decidió dar media vuelta y correr sin parar hacia el refugio. No supo cuántas veces había tropezado por el camino, pero con cada caída veía con dolor ante sí la imagen de Paola desvaneciéndose.

Ella corría por delante de él mirando hacia atrás de vez en cuando, pero parecía huir de su presencia. Gerardo llegó a creer que se sentía perseguida. En su ciega carrera, el botánico cae por un barranco hasta la orilla del río, donde los ojos desorbitados de una nutria le miran a menos de un palmo de distancia. Se incorpora como puede aterrado por la sorpresa y grita inmerso en la desesperación.

—Tengo que decírselo —era lo único que podía pensar con algo de cordura—. No se merece esto, no se lo merece.

A lo largo del camino de regreso a la seguridad del refugio, Gerardo observaba los rostros tallados en la madera de cada árbol que jalonaba su paso. Parecía un ejército quijotesco frente al que hacía falta una legión de hidalgos que defendiera el sano juicio del botánico.

Bocas descomunales abiertas en los troncos movían unos labios imposibles en una vibración tan rápida que creaban en Gerardo la sensación de que todos los árboles iniciaban un ritual. Pronto sus oídos detectaron un coro de mil voces de todos los tonos y vibratos que penetraban sin piedad en su cerebro.

–Despertaré de esta alucinación, debo hacerlo, esto no lo aguanto más.

Ese fue su último pensamiento antes de caer rendido sobre la entrada del refugio.

 

Dos horas más tarde, cuando la noche había cerrado su manto sobre aquel enrarecido día de otoño, Gerardo contempla el rostro de Paola pensando que la pesadilla no había terminado.

—He.… tenido una… pesadilla –consiguió balbucear—.

—Nada de eso cariño. Tú debes haberte intoxicado con alguno de tus preparados medicinales.

—Vamos para adentro, pero me tienes que ayudar. Pesas una barbaridad. Te he llamado varias veces por el móvil en el horario habitual y me ha parecido alarmante que no respondieras.

Ya en el salón del refugio, ella revisa los trastos depositados sobre una de las mesas de trabajo de él. Localiza unos tubos de ensayo y detecta un aroma familiar para una botánica experimentada como ella.

—¿Has consumido Brugmansia? —pregunta alarmada.

—Trompeta de ángel —dice él con dificultad.

—Sabes perfectamente que produce alucinaciones, ansiedad, pérdida de memoria…

—Menudo coctel ¿eh? —consigue bromear el botánico.

—Rápido, tienes que tomar Eserina. Debes tener esas pastillas de Antilirium por aquí. Tú siempre has sido previsor.

Una vez la medicación hubo hecho efecto, la pareja intentaba calmarse ante el fuego de la chimenea.

–Pero ¿Cómo se te ocurre probar una planta como esa? Cariño, sabes que contiene escopolamina.

–Pues te vas a reír, pero intentaba sujetar con una mano uno de los tubos del líquido que había destilado de la planta y como la otra mano la tenía ocupada no se me ocurrió otra cosa que sostener el tubo entre los labios.

 

–Vamos, que te has dado un chute de escopolamina de cuidado.

–No era muy concentrado, porque he echado a correr por el bosque sin problema durante un buen rato. Habré ingerido lo justo para alucinar con los árboles parlantes y poder escapar de ello.

Ambos se miran a los ojos redescubriendo un amor enjaulado en el proyecto de nueva vida que Gerardo había decidido emprender en solitario.

–Nunca debí permitir alejarme de ti, Paola. Mi ceguera me ha llevado a una especie de aislamiento en lugar de a un retiro temporal.

–No te preocupes, cariño. Yo he venido a rescatarte y no te abandonaré.

Se besaron con ternura y unos segundos más tarde Paola cierra el diálogo.

 

–¿Árboles parlantes? ¡Tu alucinas!

 


© 2025 Marcos Manuel Sánchez. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción, distribución o modificación sin el permiso expreso del titular.

 

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¡Salud y mucha suerte en la vida!

 

Nota: Todas las imágenes de este post pertenecen a la página Deviantart

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